Green Room

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Hay películas como Green Room que parecen estar planificadas al revés: primero se escriben las muertes sangrientas que habrán de asquear al espectador (perros desgarrando cuellos, navajas afeitando gaznates, balas agujereando cráneos, cuchillas abriendo vientres...), y luego, cuando la panoplia de defunciones ya parece fecunda y convincente -el regocijo morboso para adolescentes del centro comercial-, el responsable del negocio, este Jeremy Saulnier que nos dejara más convencidos de su arte en Blue Ruin, monta un guión tramposo y absurdo en el que injertar las violencias, sin dejarse ninguna en el tintero. La trama al servicio de la violencia, y no la violencia al servicio de la trama, como mandan los cánones. O eso, o que yo me estoy haciendo viejo y criticón, y cascarrabias, y estas modernidades salvajes con interregnos para el humor chorra y el guiño musical se me escapan ya del radar, pertenecientes a otra generación y a otro gusto.


    Cuando al principio de la película el grupo de rockeros sube al escenario para cantar "Que os jodan, neonazis", a los neonazis que abarrotan el local, uno ya debería haber sospechado que con esta premisa inicial, que es la que enciende la chispa del pifostio, Green Room ya sólo podía ir de culo y cuesta abajo, hasta el desparrame final. Pero no hay fútbol en la tele, ni Juegos Olímpicos todavía, y cuando una ficción ya está en marcha cuesta horrores suspenderla para dar inicio a otra nueva, como si entraran en juego inercias inexplicables, y perezas injustificables. Porque hay que decir, además, que Green Room está muy bien hecha, y que el desinterés por su contenido no impide la admiración por su continente, que es oscuro y rítmico, a ratos molón, con esa pericia que tienen los americanos para darte gato por liebre, y vacío por película, y gusanito por nutriente. Green Room no alimenta, no aporta nada, no sirve para nada. Sólo para entretener la canícula, y dejarle a uno la sensación del tiempo perdido, como a Proust.



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Dos hombres y un destino

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La amistad, después del odio, es el sentimiento más puro que existe. Porque el amor, tan ensalzado por el vulgo, y por los bardos, sólo es una engañifa de los genes, una alteración hormonal elevada a categoría de arrebato. 

Uno, por supuesto, se ha enamorado varias veces en la vida, de mujeres que al menos en ese rapto parecían llamadas a otorgar la felicidad. Y espero volver a enamorarme de aquí a que llegue el invierno, aunque parezca contradictorio, porque aun falsario y estúpido, el amor es un síntoma inequívoco de que uno sigue vivo, y de que las carnes aún gritan su correcto metabolismo. Pero el amor es eso que dijo Severo Ochoa: una exaltación bioquímica, y nada más. Una alienación en el sentido más marxista de la palabra, porque en el amor uno ya no es uno, sino el obrero al servicio de sus genes, que lo llevan y lo traen como a un pelele sin voluntad.

    El amor se parece demasiado a una enfermedad para ser un sentimiento puro y estimable. Hay fiebres, dolores, palpitaciones... El odio, en cambio, es una emoción preclara, decidida. Si en el amor uno va aturdido y alelado por las calles, persiguiendo mariposas como un imbécil, en el odio uno nota los sentidos afilados, y el yo reafirmado, la fuerza de la naturaleza recorriendo las venas. Es un sentimiento muy auténtico, el odio, pero también muy jodido, de consecuencias imprevisibles y funestas, que sólo sirve de estrategia evolutiva en casos muy contados.


    Así pues, para levantar las copas y celebrar verdaderamente un sentimiento, sólo nos queda la amistad, que es una querencia noble y desinteresada, que no viene determinada por la sangre ni por los cromosomas, sino por la simple voluntad, libre y inviolada. Un apego que se cuece a fuego lento para formar vínculos de hierro. Es por eso que a mí me gustan mucho las películas de amigos, y no tanto las de amor. Y de películas de amigos, de tipos que están a las duras y a las maduras incluso en los peores momentos, tengo en la mayor estima a Dos hombres y un destino. Una película que no es drama ni comedia, que no es western ni crepúsculo. Que si atendemos a las entrevistas que vienen en el DVD, es una cosa rara que ni sus responsables supieron muy bien cómo abordar al principio, y cómo definir al final. Ni el propio William Goldman, que escribió el guión en un arrebato de creatividad, sabe explicarse muy bien. Luego su guión tuvo la suerte de dar con el director adecuado, Roy Hill, y con los jetos adecuados, los de Redford y Newman, que sieno tan hermosos, pero tan profesionales, tan griegos del clasicismo pero tan gringos del cuatrerismo, nos dejaron cien guiños para el recuerdo.



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Bajarse al moro

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A lo mejor soy yo, que con las canas me dejo llevar por la nostalgia, pero tengo la impresión de que este país era más feliz hace treinta años, cuando Fernando Colomo rodaba comedias como La vida alegre, o Bajarse al moro, películas imperfectas, y muy poco oscarizables, pero que traslucen una España jovial y esperanzada. Es un cine simpático, entrañable, que te contagia el buen rollo para toda la tarde, como si el humo de los porretes traspasara la pantalla e inundara esta habitación donde siempre han regido las buenas costumbres. A mi pesar...

    En los tiempos de Bajarse al moro no llevábamos ni dos años siendo europeos, y nos llovía el maná que arreglaba las carreteras y construía los polideportivos. El Mercado Común -que decíamos entonces- era la madrina que nos regalaba cinco mil pelas cada vez que le dábamos un beso, y la fuente no parecía tener fin. Ahora la fuente fluye en sentido contrario, y somos nosotros los que metemos dinero por el caño para no ser devueltos al cutre mundo de la peseta. En los años ochenta, además, para tenernos entretenidos y no mirar donde no debíamos, los exsocialistas nos trajeron el avance social, y el progreso de las costumbres, y España se llenó de arte, de rock, de cine guarrindongo. El sexo pasó a ser una celebración de los sentidos, y los curas una banda terrorista contraria a la alegría. Aparecieron los condones, y los tangas, y los trujos, que en Bajarse al moro son el mcguffin que anima el cotarro, y sólo los más descerebrados, y los más marginales, cayeron en los excesos que otros usaron como propaganda contra Epicuro. 

El resto de españolitos -mientras los políticos nos engañaban para construir un mundo peor- vivía un sueño de fiesta perpetua que casi llegamos a creernos. Incluso yo lo soñaba, con mis dieciséis años provincianos.  Yo veía las películas de Fernando Colomo y de otros pecadores de la pradera, en León, tan lejos del Moro, y era como mirar la fiesta por el ojo de la cerradura, anticipando los placeres que aquellos tipos habían conquistado. Luego la fiesta se dio como se dio, porque una mala tarde la tiene cualquiera, pero eso ya es material para otra confesión, y para otra película.




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Ciutat morta

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Si Ciutat morta fuera un programa de humor, y no un documento trágico de mucho indignarse, lo podría haber prologado el tío Wyoming para decir aquello de: "Ya conocen las noticias; ahora les contaremos la verdad". 

La noticia es que el 4 de febrero de 2006, en el desalojo de una fiesta celebrada en un teatro municipal de Barcelona, un miembro de la Guardia Urbana es herido de gravedad en el enfrentamiento con los asistentes. Cuatro chavales son arrestados como sospechosos de agresión, y  en el hospital donde son atendidos de sus lesiones se practica la detención de otro hombre y otra mujer al parecer relacionados con los hechos. A partir de ahí, la noticia es la  prisión provisional, el proceso judicial, las condenas confirmadas, y finalmente, como desenlace fatal de todo lo ocurrido, el suicidio de Patricia Heras, la chica detenida.

Los testigos presenciales hablan de una maceta arrojada desde el tejado como causante de las lesiones. Pero como el agresor se ha evaporado al amparo de la noche, los agentes más voluntariosos deciden cargarle el mochuelo a los primeros perroflautas que pasan por allí, y que tienen, además, el añadido de ser unos sudacas de mierda y de tener cara de pasarlo muy mal a partir de ahora. La verdad, seguiría diciendo Wyoming, es que luego les cosen a hostias en la comisaría, que les llevan al hospital bien advertidos de no abrir la boca para denunciarlos, y que una vez allí, en pleno fervor laboral, se topan con una pareja de estética sospechosa que se cura las heridas de un accidente de bicicleta. Dos personas ajenas a todo acontecer del desalojo, pero que quedan de puta madre en la colección de antisistemas mandados al trullo. Una noche redonda de limpieza étnica, política y social en un sólo golpe de fregona.

Sí, queridos amigos: Ciutat morta es una crítica contra el sistema. ¡Un documental antisistema!, y celebremos por todo lo alto tan bella palabra.  Por eso nació con tantos problemas, y con tantas censuras, y por eso, hasta hace nada, sólo estaba disponible en las catacumbas de la información. Porque pisa demasiados callos ilustres, demasiados juanetes electos. Ciutat morta es una denuncia en toda regla, sí, pero también un homenaje a la desdichada Patricia, un pajarillo que no pudo soportar su condición de reclusa señalada. Un mujer que vio truncada su vida por el gravísimo hecho, intolerable en una democracia moderna y europea, civilizada y democrática, de llevar un corte de pelo ajedrezado como el de Cindy Lauper.



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Días de fútbol

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La canícula, que en rigor es este infierno que va del 15 de julio al 15 de agosto, es también la travesía del desierto de los días sin fútbol. De las Eurocopas o los Mundiales que ya terminaron, cuando los hubo, y de las ligas innúmeras que todavía no han comenzado para llenarnos la vida y centrarnos la cabeza, a los hombres sin provecho: la liga española, para comparecer bien informado en los bares; la liga inglesa, para entretener las sobremesas del domingo; la liga local, para compartir el bocadillo con las amistades. Y las más importante, la liga de los chavalines, en la que uno hace de entrenador para enseñar lo poco que sabe, y no pasar por el fin de semana como un auténtico impresentable del tiempo dilapidado.



    Ahora tocan los días sin fútbol, sí, aunque en rigor siempre hay fútbol que llevarse a los ojos, porque el fútbol es ubicuo, incesante, nuestro pan y circo de cada día, y cuando no hay competiciones serias están los partidos de pretemporada, y los bolos veraniegos, y los encuentros amistosos entre las parroquias locales. Pero este fútbol de la canícula es un fútbol de mentirijillas, de baja intensidad, que sólo satisface a los más chalados, y a los más desesperados. Yo, por fortuna, también tengo esto del cine para huir de la obsesión, y de los días vacíos, y para presumir ante las mujeres de que tengo dos aficiones, fíjate bien, dos, y no como otros hombres que todo lo fían a la poesía, o a la música barroca, o a las altas finanzas, que serán muy interesantes, y muy atractivos, unos tipos de la hostia, pero sólo tienen un divertimento en la vida, uno solo, estrechos de miras, mientras que yo tengo dos, dos de todo, como decía Javier Bardem en Huevos de oro.


    A mí me pasa como a estos infelices de Días sin fútbol, la película de David Serrano, que llevan vidas inanes, insatisfactorias, no trágicas pero tampoco ejemplares, y que encuentran en el fútbol una fantasía en la que refugiarse del trabajo, del desamor, del otoño de los espejos. El fútbol es una casilla del parchís donde la realidad no puede comerte. Un baile de disfraces en el que puedes enfundarte la camiseta de Brasil y jugar a ser un dios del balón, y labrarte un poco la hombría, coño, y la autoestima, y la fraternidad entre los fracasados, que es un consuelo muy bonito que llena los bares y anima las barbacoas. Qué haríamos los hombres simples sin el fútbol, nosotros que olvidamos lo que leemos, que enredamos lo que aprendemos, que llegamos con la lengua fuera para cumplir con nuestro trabajo. Que no vamos a irnos a Nigeria con la ONG ni a Miami con el jet privado. Que nos llega el fin de semana y de repente nos asusta tener cuarenta y ocho horas por delante sin yates con rubia, ni París con pelirroja. Nosotros que enfrentamos la canícula como quien transita el desierto del Sáhara, buscando el agua fresca de un pitido inicial que inaugure el circo y abra la escapatoria. Y mientras tanto, para ir sobreviviendo, los oasis de las películas.
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La vida alegre

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Ahora nos reímos mucho de Ana Obregón cuando inaugura el verano con un posado playero que da un poco de vergüenza ajena,  pero hace treinta años no nos reíamos tanto cuando lucía su palmito en la televisión, o en las películas, y nos quedábamos emplastados contra el televisor jurando que era la tía más buena de España, y de parte del extranjero. Ana, Anita, la Obregón, sin los Siete, era una actriz cotizada incluso en Estados Unidos, donde llegó a ser damisela rescatada en un episodio mítico del Equipo A.

Gracias al condensador de fluzo, esta tarde he aparcado el Delorean junto al dispensario que regentaba Verónica Forqué en La vida alegre, comedia de Fernando Colomo que sigue la pista a varios gonococos que pasan de cama en cama hasta llegar a los genitales del ministro de Sanidad. Una comedia de la movida madrileña, alegre, descocada, con travestís de grandes tetas e infidelidades de escasa importancia. Y con Antonio Resines antonioresinando más que nunca, con su cara de panoli y sus titubeos de macho desbordado. Y por allí, por los pasillos del ministerio, correteaba Ana Obregón con sus vestidos ceñidos y su sonrisa pomular, interpretando -o eso- a una auxiliar administrativa que sólo sirve para elevar la moral de la tropa, tan guapa y tan resalá que a uno le ha dado por embarcarse en la nostalgia al terminar la película, y descubrir, una vez más, que la memoria flaquea, y se inventa cosas que nunca existieron. Porque yo estaba convencido de que Ana Obregón era la famosa Carolina que abría el Libro Gordo de Pedrete en la parodia de Pedro Ruiz: ¡Qué buena estás, Carolina! Un latiguillo de admiración sexual que todavía hoy nos sale automáticamente de la boca, o del pensamiento, o de la omisión incluso, cuando conocemos a una nueva belleza, se llame como se llame.

Me he tirado una hora buscando el nombre de la auténtica Carolina, que en los vídeos de Youtube, efectivamente, hace honor al inmortal requiebro, pero en internet todo son nostalgias sin provecho, añoranzas de pajilleros con acné. Datos, ni uno. Ni en los archivos de RTVE he sido capaz de encontrar a la verdadera Carolina, que abría el Libro de Pedrete con una delicadeza manual que ya anticipaba placeres prohibidos y muy reposados.



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Caballero sin espada

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Desde Cicerón de Roma a Rita de Valencia, la institución del Senado lleva siglos cumpliendo fielmente su función: defender los intereses de las clases acaudaladas. Durante casi dos milenios, los senadores no tuvieron que disimular su cometido: ellos representaban a otros señores -banqueros y mercaderes, inversores y fabricantes- que no tenían tiempo ni ganas de comparecer ante los medios. 

Pero luego, hará poco más de un siglo, llegó la revolución de los obreros que pronosticara Carlos Marx, y las gentes empezaron a mirar mal a quienes chanchullaban en los grandes edificios con frontispicios y columnas. Las leyes que beneficiaban a unos pocos y perjudicaban a unos muchos ya no podían aprobarse sin que estallara la protesta o la revolución. Para no ceder los privilegios, los padres de la patria probaron con el fascismo, con las dictaduras, con las guerras patrióticas, pero desbordados por las consecuencias tuvieron que inventarse la democracia de la urna, con la que siguen haciendo lo que les viene en gana, pero ahora con una obra teatral de por medio. Es el gran avance de nuestro sistema: ver a estos señores haciendo el ridículo cada cuatro años, haciendo gracietas y malabarismos, cucamonas y juegos verbales. Luego tienen cuatro años para desquitarse...

     En Caballero sin espada, gracias a los recovecos de la Constitución, y al guión bastante tramposo de los muchachos de Frank Capra, un tontalán con el rostro de James Stewart es elegido senador interino en Washington, en los tiempos de la Gran Depresión. Convencido de la bondad inherente del sistema, de la honestidad laboriosa de sus compañeros, el senador Jimmy se pegará una hostia de campeonato cuando descubra que allí todo el mundo obedece a tipos oscuros que permanecen en la sombra, inalcanzables para el electorado. Cualquier otro hubiera gritado un "¡Váyanse a la mierda!" tan rotundo y sincero como aquél que grito nuestro gran Labordeta cuando se reían de él los engominados con la corbata azul, y hubiera vuelto a su tierra natal para denunciar el estado de la Unión y continuar con sus labores. Pero el afortunado Jimmy, cuando está a punto de arrojar la toalla y gritar un fuck you! inconcebible para la época, descubre el amor en la bellísima y rubísima Jean Arthur, y aupado ya más por el deseo sexual que por el ardor democrático, reta al mismísimo Senado de los Estados Unidos para enmendar doscientos años de trampeos, en lo particular, y otros dos mil, en lo universal. 

    La ciencia-ficción, como se ve, no es asunto exclusivo de naves espaciales y científicos locos. Frank Capra, con sus buenas intenciones subvencionadas por el New Deal, rayó a la altura de los grandes maestros del género.  




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Manhattan Sur

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Al tercer o cuarto bostezo de esta tarde canicular, con Manhattan Sur transcurriendo sin pena ni gloria por la pantalla achicharrada, comprendí que los panegíricos habían vuelto a liarme con su adjetivación generosa. Cuando hace unas semanas murió Michael Cimino, los articulistas escribieron encendidas loas al artista: que si fue un genio incomprendido, que si sus películas se adelantaron a su tiempo, que si es de justicia revisar con alegría sus obras menores... Cosas así. El manual del obituario. Uno ya debería saber que estas cosas se escriben por compromiso, y que quien no conoció las películas de Cimino inflama la prosa hasta quedar bien con los aficionados, y que quien sí vio la obra del difunto, y guardaba dudas razonables sobre ella, tal vez ahora, llevado por la nostalgia, y por la pena del cuerpo presente, la ve estimable y hasta recomendable para los lectores.  


    Ya digo que uno, más por experiencia que por astucia, debería estar prevenido contra estas palabrerías, y juzgar por sí mismo si merece la pena regresar a Michael Cimino y su torturada filmografía. La puerta del cielo fue un homenaje casi obligado, pues uno nunca había visto la versión extendida, y cabía el beneficio de la duda, y la expectativa de una maravilla. Pero Manhattan Sur ya era harina de otro costal. Por muy pesados que se pusieran los panegiristas, la imagen de Mickey Rourke repartiendo hostias en los bajos fondos del barrio chino movía más a la renuncia que a la promesa. Mi sexto sentido -ése que vive amordazado por mis complejos de cinéfilo aficionado, de diletante sin criterio ni sensibilidad-, me decía que no, que vade retro, que mejor ver una comedia ochentera de Fernando Colomo o de Pedro Almodóvar. 

Pero no. Cedí a la tentación de Manhattan Sur, y Manhattan Sur, la verdad sea dicha, se ha quedado viejuna, y está mal contada, y tiene una banda sonora intrusiva e insufrible. Curiosamente, Mickey Rourke no es lo peor de la función, y su cólera de policía más chulo del barrio sostiene a duras penas el andamiaje. Los malos vienen, los buenos van, y uno nunca acierta a entender por qué unos mueren y otros no, y por qué no murieron antes, o no murieron después. La lógica brilla por su ausencia, y sólo de vez en cuando, para nuestro solaz, viene la amante china de Mickey Rourke a regalarnos su belleza, que es muy de estimar cuando está vestida, y mucho más cuando comparece desnuda.




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Isla bonita

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El primer impulso que uno siente al terminar de ver Isla bonita es coger los bártulos y viajar cuanto antes a Menorca, que es la isla piropeada en el título. Y al parecer no sólo bonita, sino también acogedora, poco masificada, de ritmo lento y peculiar. De gentes abiertas y costumbres liberales. Un paraíso de convivencia en el que caben los jóvenes marchosos de la ruta del bacalao, y también los ancianos que buscan un club Diógenes a orillas del Mediterráneo. Un remanso de silencio donde enfrascarse tranquilamente en la lectura, en la reflexión, en el olvido, sin que ningún plasta peninsular venga a joder la marrana. 

    Esa es, al menos, la versión idílica de Menorca que nos cuenta Fernando Colomo. Porque él es, a fin de cuentas, un tío con pedigrí que conoce a gentes ilustres de chalet con piscina, y habría que ver cómo es la Menorca de la clase turista, con la pensión Manoli, el chiringuito Pepe, los borrachuzos a las tres de la mañana tocando los collons bajo la ventana.

    Sea como sea, visitándola en clase business o en clase morralla, Menorca le vendría a uno de perlas para olvidar su ecosistema mesetario, y su tribulación anubarrada. Menorca es un territorio coqueto, manejable, como una ínsula Barataria de Sancho Panza, recorrible a pie o en bicicleta para ir de cala en cala, y de sueca en sueca, desde la distancia admirativa. Una tentación cálida y salada que está ahí, a sólo unos clics en el ordenador, a sólo unas pocas consultas en la agencia de viaje. Y sin embargo, en el momento en que apago la tele y preparo el café, me puede una pereza infinita, un nihilismo enraizado. Un hartazgo de mi mismo. El heterónimo de Fernando Pessoa que vive en mi interior recuerda aquellas lecturas del Libro del Desasosiego, y de pronto se desanima, y se dice a sí mismo que para qué, que ya habrá ocasiones mejores, y compañías mejores, tal vez en otro verano que nunca llegará.

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    "¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier ocaso es el ocaso; no es menester ir a verlo a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que nace de los viajes? Puedo sentirla saliendo de Lisboa hacia Benfica, y sentirla más intensamente que quien va de Lisboa a la China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera -ha dicho Carlyle-, hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo.» Pero la carretera de Entepfuhl, si se la sigue toda, hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que el Entepfuhl, donde ya estábamos, es ese mismo fin del mundo que íbamos a buscar". 


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Remake

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En su novela Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq explicaba que el liberalismo no sólo ha resultado nocivo en el terreno económico, haciendo a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. También en lo sexual ha terminado por ser una catástrofe humanitaria. Una conquista muy cuestionable. 

Del mismo modo que en las economías planificadas todo el mundo encontraba su puesto de trabajo, y vivía humildemente pero con dignidad, en las vidas sexuales que planificaba la costumbre o el temor de Dios todo el mundo encontraba su matrimonio, o su cama de acogida, y follaba cuando llegaba el sábado sabadete o alguna fiesta de guardar. Luego estaban los insatisfechos, los rebeldes, los hippies como estos de la película Remake, que vuelven a reunirse veinte años después en la masía donde antaño follaron a lo grande, a veces en parejas y a veces todos reunidos, como en los juegos Geyper. Fueron ellos, los excesivos, los vanguardistas, los que no vivían contentos con la monogamia ancestral, los que enarbolaron la bandera de la libertad sexual pensando que cambiaban el mundo para mejor. Pero se equivocaron. Con su ejemplo y con su tesón, crearon una jungla sexual que ha devenido hambre y escasez: un laissez faire de las camas donde un puñado de guapos y guapas se ponen las botas cada fin de semana y una mayoría de feos e insulsas, de tímidos e infortunadas, han de refugiarse en la masturbación y en la soledad.

    En Remake, en esa masía montañesa que conoció tiempos mejores y cuerpos mejores, los exhippies tienen que escuchar, boquiabiertos, los reproches de sus hijos. No es sólo que su generación, maltratada por el socialismo humillado, tenga que sobrevivir con empleos de mierda, malpagados, sin futuro a la vista; es que además, gracias a sus padres tan enrollados, ahora follan poco, o nada, o a destiempo. A estos hijos del liberalismo económico y de la apertura sexual la vida se les ha vuelto incierta, azarosa, deprimente. Una angustia, más que una experiencia. Tienen casi treinta años y lo único que tienen es libertad. Pero la libertad sólo es cojonuda si va acompañada de dones naturales: de belleza, de talento, de falta de escrúpulos. Sólo así, con este armamento tan caro, se puede salir al mundo a elegir, a optar, a abrirse camino. Sin esas suertes, la libertad sólo es una llave que no abre ninguna puerta; una antorcha que alumbra caminos erráticos; un juguete que dispara esperanzas de fogueo. 



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París-Tombuctú

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Ayer mismo, con los amigotes, después de ampliar nuestra barriga con setas y salsas variadas, conocí un pueblo zamorano que tiene un casco histórico de piedras y blasones. Un castillo enriscado y señorial desde el que se divisa, a lo lejos, el culo del mundo. Subido en las almenas, mientras los amigos se reían de los males del mundo y de las pitopausias del cuerpo, yo me fijaba en el curso del río, en el temblor de la alameda, en la vida sencilla de aquel pueblo con farmacia y panadería. Hacía frío, incluso, en el ocaso del sol veraniego, y uno sintió por primera vez en semanas el vello erizado, y el repelús del refrescar. Y de pronto se sintió reconfortado y agradecido. Y ahí, en ese temblor que era físico pero también filosófico, tuve la certeza de que ya sólo podría ser feliz en un sitio así, lejos de todo lo conocido, y de todos los conocidos. Recibir unas visitas al cabo del año -algunas de protocolo y otras de cariño- y el resto del tiempo soledad, anonimato, sosegado olvido. Desaparecer poco a poco.




    Pocas horas después, traicionado una vez más por el subconsciente que elige las películas, veo el testamento cinematográfico de Luis García Berlanga, París-Tombuctú, una película atropellada, irregular, a ratos indigna y a ratos divertida, que quiere ser resumen de todo y se queda en parodia de nada. En París-Tombuctú, Michel Piccoli es un cirujano plástico harto de su vida y de su trabajo. En un arranque de lucidez decide dejarlo todo colgado, subirse a la bicicleta de carreras y emprender el camino de Tombuctú, provincia de Mali, para comprarse un chamizo, ponerse un turbante y perderse en la tormentas de arena y en los oasis esporádicos. El Tombuctú de la película es como mi pueblo zamorano: su última esperanza, su última frontera. Está tan determinado, en su aventura, que sólo unas tetas poderosas -cincuentonas, pero aún enérgicas- serán capaces de hacerle dudar, allá en el imaginario Calabuch donde cualquier cosa es posible, y cualquier tentación es ofrecida.  

    Entre el deseo por Tombuctú y el deseo por Concha Velasco, Piccoli va de aquí para allá rellenando minutos de metraje, deshojando margaritas del Mediterráneo mientras a su alrededor transcurre la España chapucera y cañí. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien sueños de aislamiento y lejanía. 



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Vive como quieras

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En Estados Unidos hubo un tiempo en que a los ricachones se les miraba mal en las películas. Incluso en aquellas que recibían premios y contaban con el beneplácito de los espectadores, y de los gobernantes. Películas donde el tipo malo era un banquero con puro, o un industrial con chistera, y la platea proletaria se ponía en pie para abuchear sus intervenciones. Fue mucho antes, por supuesto, de que Gordon Gekko declarara en Wall Street que la avaricia era buena, y que el cine americano empezara su cruzada contra los pobres y los vagos, los rojos y los insatisfechos.

    Ese tiempo feliz en el que un personaje adinerado era tomado al instante por un villano fue la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, al que nosotros, en clase de historia, con un respeto reverencial por el único socialdemócrata que gobernó aquellos destinos, llamábamos señor Delculo. Roosevelt sabía -como los nazis o los soviéticos de la época- que el cine era un arma de convicción masiva, y que deslizando su mensaje gubernamental en las películas se ahorraba un pico en discursos, y un presupuesto en viajes de propaganda. Delculo no tuvo mejor colaborador en sus afanes que Frank Capra, el director que encontró en el New Deal un telón de fondo económico y moral donde proyectar sus comedias de vodevil, y sus dramones de esperanza. Capra, que rodó sus grandes películas en la resaca de la Gran Depresión, se metía con los ricos por insolidarios y avariciosos, pero por si acaso, por si no terminaba de convencerlos, animaba a los pobres a ser felices a pesar de las apreturas, alejándolos de las tentaciones del dinero y del bienestar.

    En Vive como quieras, el malo de la película es el orondo señor Kirby, un industrial del armamento que ha olido los vientos de guerra en Europa y prepara un monopolio balístico que lo hará millonario hasta quedar enterrado en oro, como el tío Gilito. Sin embargo, por esas cosas de los guiones, todo su emporio vive pendiente de que una familia de trastornados le venda la casa donde viven: un chamizo con sótano donde los Sycamore, sustentados al parecer por los ángeles, o por una tía rica de Missouri, se pasan el día entero haciendo el indio. No trabajan en nada productivo, no pagan impuestos, invitan a comer a todo el que pasa por allí... Son unos anarquistas bonachones e irresponsables que tienen la inmensa fortuna, o la tremenda desgracia, de tener una moza guapísima en edad casadera, Jean Arthur, que será pretendida por el mismísimo hijo del señor Kirby, heredero in pectore del fortunón por venir. 

Y así, con el amor imposible pero férreo entre dos alejados sociales, casi dos extraterrestres en la misma ciudad, comienzan las risas y las reflexiones, los encontronazos y las puyas. Vive como quieras, tan alocada y tan anacrónica, sigue estando, de un modo difícil de explicar, tan fresca y cachonda como el primer día. Y esa es, que yo sepa, la definición reglamentaria de un clásico. 


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La puerta del cielo

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Hace algún tiempo, en el buzón de sugerencias de este blog, apareció la inquietud de un lector que me recomendaba la versión de tres horas y media de La puerta del cielo que acababa de emerger en los mares del pirateo. Tantos adjetivos le colgó, y tan sinceros salían de su escritura, que apenas tardé unos minutos en fletar el barco y ponerme manos a la obra. La he tenido en las bodegas durante meses, La puerta del cielo, porque tres horas y media no se las salta ni un gitano cinéfilo, y había que buscar la tarde propicia, veraniega y lánguida, después de la siesta del Tour del Francia, con un paréntesis de avituallamiento a la hora de cenar. Un día entero, vamos, dedicado a la memoria de Michael Cimino, que por esas cosas del destino se nos ha muerto justo cuando yo barajaba fechas para la función.

    Hace años vi la versión comercial de La puerta del cielo, aquella que los productores dejaron en dos horas y media en lugar de las cinco horas largas que el bueno de Cimino -que a dónde iba con semejante extensometraje- había propuesto como corte original. La película cercenada era muy bonita, de cielos espléndidos, montañas colosales, pastos inmensos acunados por el viento. Pero a la trama, como no podía ser de otro modo, le faltaban motivos, ilaciones, y los personajes iban y venían por Wyoming como pecadores de la pradera, y siete caballos venían de Bonanza. Había un tipo bueno que era Kris Kristofferson, uno malo con gorro que dirigía a los matones y un tipo de moral ambigua que era Christopher Walken caracterizado muy raro, como maquillado, o resucitado. Y John Hurt, que siempre salía borracho en medio de las discusiones, lanzando gracietas sin mojarse en los asuntos, como un político paniaguado del Congreso. La chica a la que todos querían calzarse sin descalzarse las botas era una pelirroja preciosa de acento europeo que sólo hoy, en esta desmemoria mía tan vergonzosa, he recobrado como Isabelle Huppert, la mujer que yo ya conocí como gran dama del cine francés, siempre con la mirada torva, y los labios fruncidos. Y la mirada indescifrable.

    Qué quieren que les diga: la versión de tres horas y pico añade muy poco a este esquema tan esquemático. Las conversaciones se estiran, los romanticismos se alargan, los jinetes tardan más minutos en llegar a los puntos de conflicto. Y poco más. Hay algo errático, indefinido, a veces contradictorio, que no termina de solucionarse por más minutos que Cimino eche por encima. El continente, ya sin remedio, se comió al contenido. De La puerta del cielo van a quedarnos los fotogramas, pero no la película.



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Ocho apellidos catalanes

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No tenía intención de ver Ocho apellidos catalanes, y eso que hace semanas que la anuncian a bombo y platillo en el Movistar Plus, a todas horas, como la película imprescindible de nuestras vidas. O casi. Y cuanto más porfiaban ellos, más tozudo me ponía yo. Pero varias amistades de apellidos notables, y de cinefilias contrastadas, me aseguraron que la secuela no era tan mala como la pintaban, y que además salía Berto Romero dando mucho risa. Y me lo decían a la segunda o tercera cerveza, cuando todavía son de criterio fiable, y de memoria fidedigna. Y uno, por los amigos, y por Berto Romero, se presta a lo que haga falta. A Berto le debo muchas risas: él es el señorito Francis del consultorio televisivo, el humorista radiofónico que al lado de Buenafuente filosofa sobre la vida, lanza teorías locas y diserta sobre la mecánica cuántica en la Península Ibérica y alrededores. Berto se merecía, por lo menos, el beneficio de mi duda.


    Y así, con el gancho de don Romero haciendo de hípster catalán,  he vencido el sueño mortificante de la siesta tropical, y a veces entretenido, a ratos descojonándome, y gran parte del tiempo mirando el reloj, he visto Ocho apellidos catalanes con la sensación de estar cometiendo un pecado venial: una pequeña traición a mi yo cultureta, y un pequeño homenaje a mi yo por culturizar. He llegado al final -que guardaba el mejor chiste de la película -jurando no ver esa tercera parte que ya apuntan los guionistas, los Ocho apellidos gallegos. Y no porque yo tenga nada contra los galaicos, sino porque este chicle ya no admite más estiramientos, y porque hacer humor con los gallegos, además, se me antoja una labor titánica, casi sobrehumana, a la que Borja Cobeaga y sus muchachos no podrían sobrevivir. Algunos humoristas han querido hacer carrera a costa de Mariano Rajoy y ahora son carteros, o empleados de Prosegur. 

Otra cosa sería que Cobeaga y compañía centraran sus esfuerzos en la cuarta república contestataria que nadie menciona en los periódicos, el Chiquitistán, donde sigue gobernando por aclamación Lucas Grijander. Ocho apellidos chiquitistaníes sí que sería una gran película, por la gloria de mi madre, con Clara Lago secuestrada por Chiquito de la Calzada en un castillo de Barbate, se da usté cuen, aunque ahora mismo, así de corrido, para volver a hacer el chiste de los apellidos, sólo me salgan Klander, Gromenauer y el consabido Grijander. Podríamos meter Fistro, y Diodenal, y tal vez Augenthaler, si forzamos un poco la cosa, que era aquel defensa central del Bayern de Munich que siempre le jodía al Madrid en las batallas europeas, dando patadas, o marcando goles desde Casadiós.


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El sueño del mono loco

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Tres años después de haberse deconstruido en mosca viscosa y de afear el orgullo al señor Hammond en Jurassic Park, Jeff Goldblum trabajó para Fernando Trueba en una insólita componenda internacional titulada El sueño del mono loco, con productores franceses, actores ingleses y dobladores españoles que no siempre aciertan con la sincronización. 

El personaje de Jeff Goldblum escribe guiones con pedigrí en la bella y lluviosa París. Tiene un piso del copón, una esposa complaciente y un hijo rubísimo que podría anunciar cualquier producto infantil en la televisión. Es la existencia feliz del homínido que tiene el cerebro y la polla trabajando en el mismo sitio, y velando por los mismos intereses. Durante el día, Goldblum escribe, juega con su hijo, sale de copas con los colegas; de noche, en el remanso del creador, en el reposo del juntaletras, encuentra la paz en una cama que está en el mismo piso donde vive, sin mentiras ni conflictos.

    Pero de pronto, ay, llega la maldición del hombre inteligente y atractivo. La disociación mente/genitales que es la principal dolencia que sufre esta especie tan altiva. La lucha desgarradora que esos hombres experimentan como un par de fuerzas opuestas: una que tira hacia abajo como la gravedad y otra que tira hacia arriba como la inercia. Una tensión que en los casos más graves puede partirles en dos, como despedazados por un monstruo con tentáculos. Los hombres feos y grises, intrascendentes, sólo sabemos de estas cosas por el cine, y por la literatura, porque nuestro deseo nunca se vio correspondido por las gallinas más coloridas de los corrales, y aprendimos muy pronto, desde la adolescencia misma, a no andarnos con hostias y a conformarnos con lo que Eros pusiera en nuestro camino, complacidos y sonrientes. Aún así, no somos tan estultos, ni tan autistas, para no ponernos en la piel desconsolada del pobre Jeff, que pone en riesgo su felicidad por acariciar el cuerpo de esa nínfula que le han puesto de cebo para que diga a todo que sí, que amén, que lo que vosotros digáis, en esa película sin pies ni cabeza que es El sueño del mono loco, la película dentro de la película. 

Ella, la actriz, se llama Liza Walker, y poco más se supo de ella tras su paso por nuestro deseo. Hizo varias series olvidables, se casó con un rapero de Bristol y regresó al universo recóndito de las bellezas inalcanzables. Qué suertudo, el artista, y qué huérfanos, nosotros.



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