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Todas las películas de Azcona y Berlanga son esencialmente la
misma: el personaje principal desea conseguir algo y a su alrededor se
confabulan los estúpidos para ponerle una zancadilla. A veces, demasiadas, el estúpido es el personaje principal, pero él no se da cuenta.
Algunos desgraciados, como Plácido con su motocarro, o
Canivell con sus porteros, salvan la jornada a costa de volverse casi locos. Otros,
como el verdugo que no deseaba ejercer, o el bancario que no quería casarse,
fracasarán en su lucha liberadora, y vivirán existencias muy tristes más allá
del “Fin” anunciado por el rótulo. Pero aquí, la verdad, en Moros y cristianos,
los turroneros se quedan en un limbo difícil de definir. Al final logran
promocionar sus productos, pero por el camino se dejan un muerto, muchos
dineros y la dignidad pisoteada de los apellidos: Planchadell, el de los
listos, y Calabuig, el del tonto, que son sustituidos en los cartelones por una
familia anglosajona muy alejada de Jijona.
Alrededor de los
personajes azcona-berlanguianos pulula una nube de moscas cojoneras que jamás
aportan nada y siempre andan molestando. Son los amigos, los familiares, los
extraños..., gentes que jamás escuchan a nadie y sólo están esperando su turno
para colocar su rollo más o menos pertinente. Las películas de Azcona y
Berlanga son, básicamente, el grito de Francisco Umbral en aquel programa de la
Milá, donde exigió hablar de su libro tras tanto escuchar a los demás.
Toda esta filmografía -quiero decir- es un estudio sobre la
incomunicación humana. Cuando me sumerjo en las tramas, no noto fractura entre
la realidad y la ficción. Cambia el contexto, pero la fauna es exactamente la
misma que me encuentro por la vida. La vida, más allá de la tele, también está
poblada por un ejército de incapaces, de pesados, de neuróticos, de egoístas,
de pendencieros, de tarados, que salen cada mañana de sus trincheras para tomar
posiciones en las colinas. Yo me creo Moros y cristianos a pies
juntillas, con sus peseteros y sus liantes, sus imbéciles y sus salidos, sus
mendrugos y sus aprovechados. Y me meo de la risa. Quizá porque yo también tengo
lo mío...
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