La primera vez que Catherine Tramell descruzó las piernas
para dejar el potorro al aire, todo sucedió demasiado rápido y sin avisar. Los
espectadores, en las butacas del cine, nos quedamos con una duda existencial
que habría de resolverse muchos meses después, ante el pelotón del VHS, cuando Instinto
básico estuviera disponible en el videoclub y pudiéramos diseccionarlo
con el material quirúrgico del mando a distancia. Porque al salir de los cines
unos decían que sí, que lo habían visto, y otros decíamos que no, que ni de
coña, lo del coño, y que la sombra malhadada del muslo, y la proyección oscura
de la película, sólo dejaba intuir lo que otros perjuraban haber admirado.
Cuando llegó el VHS a los videoclubs, los
cerdícolas y los cinéfilos -y los que éramos ambas cosas a la vez- nos
abalanzamos sobre las estanterías sacando codos para que nadie pudiera cogernos
la posición, como pívots de la NBA protegiendo el rebote. Pero al llegar a
casa, y analizar la escena con el pause y con el step,
las opiniones volvieron a dividirse: unos decían que sí, que lo habían
capturado, y congelado, el pitote, mientras que otros, los frustrados, y los escépticos,
volvimos a decir que no, que el reino de aquel intramuslo seguía siendo un
paisaje difuso, y muy mal iluminado, envuelto en las neblinas del deseo. Porque
además, la cinta de VHS, cuando la avanzabas fotograma a fotograma, sufría como
una temblequera, como un párkinson analógico, y le salían rayajos horizontales
que no permitían discernir si aquella fruta afloraba o se quedaba entre las
hojas.
Y así, entre tirios y troyanos, el asunto del
asunto quedó en la indefinición perpetua, en la disputa sin vencedores, y con
el tiempo lo fuimos olvidando. Hasta que el otro día, en los canales de pago,
me topé con Instinto básico en alta definición, un HD
milagroso que por fin, casi treinta años después del estreno, iba a dictar
sentencia definitiva sobre si aquello era carne o fantasma, realidad o deseo.
Sólo tuve que pulsar el rec... Y tengo que decir que
sí, que está, fugaz y rasurado, apresurado y juguetón, pero está, sin duda, el
Santo Grial de la cinefilia. Así que tenían razón, y es justo reconocerlo, los
entusiastas y los optimistas. Los que tuvieron fe en su contemplación y predicaron
la buena nueva durante años, contra viento y marea, increpados por los gentiles
y por los impíos como yo, hasta que los dioses de la alta definición descendieron
sobre nosotros y les concedieron la última victoria. Caso cerrado, lo del
potorro de Sharon Stone. Y amén.
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