Dheepan

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De vez en cuando, acuciado por la vagancia de no preparar la cena, me dejo caer por los restaurantes orientales del Pakistán y alrededores. Hay un tugurio, en concreto, en esta capital de Invernalia, donde preparan un kebab que es una obra de arte de la glotonería. Me río yo, del masterchef o del chefmaster, de sus perejiles y de sus vinagres reducidos, mientras sostengo uno de esos prodigios entre las manos, conteniendo a duras penas el relleno que se escurre entre los panes, como en una cornucopia rebosante. Tras el atracón viene el sentimiento de culpa, y el juramento de no volver a repetir, vigilado como estoy por un médico que lo sabe todo sobre mi colesterol. Pero al cabo de un mes me puede el nervio, y la gula, y regreso a la escena del crimen con la cabeza gacha y la cara medio escondida, para que ningún conocido me reconozca. Como quien entra en un puticlub, o en una agrupación del Partido Popular.


   Mientras espero la confección de mi suicidio, observo con detenimiento antropológico a estos restauradores anónimos. Mi incultura, tan poco viajada, me impide saber de dónde proceden. Alrededor del golfo de Bengala se me enredan los países y las coloraciones. Me pregunto qué pintan aquí, en esta ciudad que casi no llega ni a pueblo, tan lejos de sus terruños, siempre pegados a unos fogones verticales que son de volverse loco de calor. Qué piensan de sus clientes, tan orondos; de los españoles, tan gritones; de la cultura occidental, en general, que quizá en las antenas parabólicas de sus países siempre salía de colorines y con pibones semidesnudos.

    Hoy, cenando sopa de fideos y fruta multicolor, he vuelto a pensar en mis viejos amigos. Y no por el hambre canina –que también- sino porque estaba viendo Dheepan, la última película de Jacques Audiard. Dheepan es un exiliado tamil que huye de la guerra en Sri Lanka, y que encuentra asilo político, y trabajo precario, en un arrabal conflictivo de París. Huyendo de las balas de su tierra, se encontró con las balas francesas del narcotráfico pandillero, que se disputa los edificios como en un episodio de The Wire. Dheepan es un tipo duro que no se deja pisar por nadie. Podría escurrir el bulto y hacerse pasar por un anónimo trabajador que sólo quiere el permiso de residencia. Pero a Dheepan le bullen las entrañas: es un justiciero de barriada, un Charles Bronson bengalí. Se parece mucho, en el físico, al hombre que aquí en Invernalia rellena mis kebabs de la muerte. Ése al que siempre le digo que ponga un poco de picante, y que añada un poco más de cebolla. La próxima vez que le vea casi estoy romper el hielo, y por entablar conversación. A ver qué me cuenta. 



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