El precio del poder

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Para quien esto escribe, no ha habido actor más grande que Al Pacino, ni actriz más bella que Michelle Pfeiffer. Y dirán las feministas: ya está el machista de siempre, alabando a los hombres por sus habilidades, y a las mujeres por su aspecto físico. Sí señoras: es lo que hay. Me domina el instinto, la impulsividad del homínido. Podría disimular, como hacen otros, y tirarme el rollo de que Michelle Pfeiffer es una gran profesional y tal y cual. Que además es cierto, porque Michelle, en sus años de tronío, fue un actriz inmensa y versátil. Pero se notaría el postureo, la corrección política, y me daría vergüenza leerme a mí mismo, tan falso y protocolario. 

            El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de El precio del poder, la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.  

        El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque él es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

        Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.






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