A single man

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No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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Juego de Tronos. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Y concluye, ante mis ojos atónitos, ante mi estupor de habitante de Invernalia, la segunda temporada de Juego de Tronos, que esto es un no parar, y un gozoso y sangriento sinvivir. 

Cuando hace tres semanas uno se embarcó en este viaje, pensaba intercalar películas entre los episodios, series entre las temporadas, paréntesis que dieran de comer a este diario y me permitieran descansar de los árboles genealógicos. Pero una vez que haces pie en la tierra de los Siete Reinos ya no puedes escapar. Los universos paralelos de las otras ficciones carecen de pronto de todo interés, y se vuelven aplazables y secundarios. Termina un episodio de Juego de Tronos, a las once de la noche, y tienes que poner otro inmediatamente si quieres llegar a las doce sin comerte la uñas, sin devanarte los sesos. Sin pasearte como un orate por la habitación. Son demasiadas incertidumbres que luego no te dejan conciliar el sueño. Que se infiltrarían en los onirismos para hacerme dar mil vueltas sobre el colchón resudado. ¿Quién morirá, quién se desnudará, quién perderá la chaveta o recobrará la cordura? ¿Quién soltará la frase más jugosa, la filosofía más lúcida, la ironía más inteligente? ¿Quién es, espejito espejito, la mujer más bella de este reino? ¿Cersei, la malvada; Ygritte, la salvaje; Sansa, la doncella; Daenerys, la dragona; Melisandre (mi preferida), la bruja, Margaery, la predilecta? Ay, de mi intelecto, y de mi corazón, que no conocen un minuto de tregua desde que aquellos tres pardillos de la Guardia de la Noche salieron de reconocimiento, al inicio del invierno...




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Donnie Brasco

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¿Quién se acuerda hoy, casi treinta años después, de Donnie Brasco? ¿Quién la cita en sus recomendaciones, quien la coloca en sus listas, quién la descarga con fruición en las redes del pirateo? ¿Quién la rastrea en los catálogos interminables de las plataformas?  Apenas cuatro gatos de la cinefilia, que la recordamos con cariño. O cuatro gatos de la casualidad, que navegaban por la carreras de Al Pacino y Johnny Depp y se encontraron con esta joya tan poco publicitada. Hay algunos -los conozco-que le dieron al play pensando que Al Pacino es el Donnie Brasco del título, y no  saben, o no recuerdan, que Johnny Depp es el personaje principal de la función, el agente del FBI que se juega el pellejo infiltrándose en la mafia neoyorquina. Esta sí que es una película de infiltrados, y no la hongkonada aquella de Martin Scorsese.


          Y aun así, mira que está lúcido el viejo Al, en Donnie Brasco. Todos dando el coñazo con El Padrino, con Esencia de mujer, con El precio del poder, pero a nadie se le ocurre mencionarle aquí cuando le rinden pleitesía o le hacen la pelota. Pocas veces ha estado más versátil, más centrado, más trágicamente patético, el maestro. Aquí no le dejaron ponerse histriónico, ni decir "Hoo-ah", ni exorbitar los ojos como un orate, y gracias estas limitaciones, reducido a la esencia apocada de su personaje -el entrañable Lefty que jamás ascendió a matón de primera- Pacino firma una de sus actuaciones más memorables. Qué tunante. Qué puto genio. Ahí lo dejo, como un mensaje en la botella, para futuros viajeros de su filmografía.



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Siempre Alice

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La primera media hora de Siempre Alice sólo se aguanta porque Julianne Moore, además de ser una mujer guapísima, es una actriz excelente que te deja embobado con sus florituras. Es como si llevara un interruptor escondido en su cabellera pelirroja, y pudiera transmutarse, cada vez que se arregla el peinado, de arpía en bonachona, de convencida en dubitativa, de exultante en deprimida.

         Pero Julianne, la dulce Julianne, la pelirroja Julianne, no basta para reprimir nuestros bostezos. No alcanza para asesinar nuestro desinterés por las desventuras de Alice Howland, que ya había nacido famélico y muy poco convencido. El drama de esta mujer aquejada de Alzheimer ni siquiera es una película: es, como mucho, un telefilm de sobremesa, y como poco, un documental sobre la aparición inexorable de los síntomas. La progresión dramática de Siempre Alice es de redacción escolar para cuarto de Primaria: primera escena, la vida feliz; segunda escena, me olvido de una palabra; tercera escena, me lío con las calles; cuarta escena, me dejo el champú dentro del frigorífico; quinta escena, consulta médica; sexta escena, marido comprensivo; séptima escena (two months later), Alice languidece en la esquina de un sofá... Y todo así. Y entre medias, bonitos planos de Alice paseando por la playa, o entrañables encuentros con sus hijas modélicas, o músicas celestiales que van acompañando su decadencia como querubines que la fueran sosteniendo para no caer, como en los cuadros del Renacimiento. 

    Siempre Alice es una película blandurria, empalagosa, previsible. Ni siquiera Kristen Stewart, que es una mujer que siempre ha derretido mi deseo, es capaz de levantarme el ánimo, derrengado y deprimido en el sofá recalentado del pre-verano.




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Matrimonio compulsivo

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En Matrimonio compulsivo los hermanos Farrelly se nos han vuelto blanditos y muy ñoños. Debe de ser el otoño de la edad, o la responsabilidad de las canas. Los personajes de la pelicula siguen mostrando las tetas, sacándose los mocos, comentando las idiosincrasias cansinas de sus aparatos reproductores. Después de cada tregua, los Farrelly disparan la artillería escatológica que triunfa entre los adolescentes y los adultos desnortados. Pero en Matrimonio compulsivo, para nuestro estupor, para nuestro enfado, el fondo del asunto se ha vuelto romántico y trascendente. Tontaina, diría yo. Esto ya no es cine para neuronas descarriadas, ni para cuarentones inmaduros, sino para adultos con muy mal gusto.


     A los cerdícolas del ancho mundo, las películas de los Farrelly nos gustaban no sólo por los chistes guarros, sino porque además, por debajo de las chorradas, del semen utilizado como fijador, o del consolador esgrimido como porra, comulgábamos con la filosofía que animaba los guiones: que la gente es estúpida, y el amor una ridiculez. Sus personajes buscaban el amor como quien busca rascarse un grano, o desfogar un grito. Un imperativo orgánico que sólo el arte -la literatura, el cine, la música de los bardos- ha convertido en un asunto cuasi espiritual, cuasi divino, como si fuera el alma inexistente, y no el cromosoma cotidiano, quien se afanara en el asunto. Nos descojonábamos con los Farrelly porque nos reconocíamos en las cuitas de sus hombres obcecados. Cuando uno está enamorado se cree investido de un aura, de una espiritualidad, porque las drogas del cerebro trabajan a destajo para mantener el hechizo. Las películas de los Farrelly, cuando topábamos con ellas, servían para devolvernos a la biología mundana, a la realidad cruda del primate deseoso. Por supuesto que hay que emparejarse, y follar, y cuidar mucho de nuestra pareja, venían a decir los Farrelly, pero vamos a discutirlo en el barro, en la acera, en la visión desnuda ante el espejo. No en una comedia romántica como esta tontería de Matrimonio compulsivo, donde el amor -y quién no se enamoraría de Michelle Monaghan- vuelve a ser un algo etéreo, inaprensible, quizá metafísico como un cuento de hadas. 




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Juego de Tronos. Temporada 1

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Tres días. Diez episodios. La primera temporada de Juego de Tronos ha sido un visto y no visto. Los desnudos integrales de Daenerys Targaryen -el primero virginal, el segundo chamuscado- han sido el alfa y el omega de este reestreno triunfal en mis pantallas. Los amigos más puristas, aferrados a lo clásico, no comprenden mi entusiasmo, y me echan en cara este renovado interés por la serie. Ellos pensaban que yo había dejado Juego de Tronos por decencia de espectador culto, por aversión instintiva a la eucaristía de las hostias y las sangres. Adónde vas -me dicen ahora- triste de ti, con cuarenta y tres tacazos a repartir mandobles. Qué hace un hombretón como tú en un sitio como éste, abarrotado de jóvenes, de frikis, de políticos con pantalón vaquero que regalan Blu-rays a los monarcas.


         Yo ya les he explicado, pero no les he convencido. Mi resentimiento con Juego de Tronos provenía de mis neuronas, de mi memoria flaqueante, de mi senectud anticipada. La serie me gustaba tanto -un sueño infantil hecho realidad- que no podía verla de esa manera, de Pascuas a Ramos, con intervalos de varios días entre episodios, con treguas de varios meses entre temporadas, rascándome la cabeza como un mono que siempre olvidaba quién era el hijo de Fulano o la amante de Mengano. Ni siquiera ahora, que gracias al privilegio funcionarial dispongo de largas horas, soy capaz de atar muchas ramas de los árboles genealógicos. Juego de Tronos, lo reconozco, es un culebrón muy sofisticado, y necesitaría, para su óptimo aprovechamiento, para su mayúsculo disfrute, de la memoria prodigiosa de nuestras madres y abuelas, que en el capítulo 500 de sus tonterias sudamericanas son capaces de recordar el linaje de cualquier personaje. Si no fuera por las cabezas cortadas o por las prostitutas de Desembarco, ellas, nuestras marujas, con sus rulos y sus batas, serían las verdaderas depositarias de Juego de Tronos. Y no los hipsters, ni los gafapastas, ni la insultante juventud. Ni los carcamales que aún disfrutamos con los dragones y las mazmorras. 




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Fuerza mayor


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En un episodio de Seinfeld, George Costanza acude a una fiesta de cumpleaños donde los niños no paran de gritar y molestar. George aguanta estoicamente las travesuras  porque quiere follar esa noche, y sabe que su pareja no le perdonará un mal gesto con la chavalería. Con el objetivo casi cumplido, se declara un pequeño fuego en el horno de la cocina, y él, que es el único hombre presente en la fiesta, es también el único que sale despavorido arrollándolo todo a su paso, sillas y prometidas, globos y niños. Aunque luego buscará mil excusas para justificar su espantada, su suerte sexual queda vista para sentencia.


            Algo así le sucede al protagonista de Fuerza mayor, un sueco muy atractivo que nada tiene en común con George Costanza. Thomas, el sueco, pasa las vacaciones en Les Arcs, en Francia, la misma estación de esquí donde Miguel Induráin sufrió la pájara descomunal. Thomas disfruta de la nieve acompañado de su bellísima esposa, Ebba, y de su pareja de retoños, niño y niña, escandinavos ideales que podrían anunciar cualquier marca de cereales. El hotel es de lujo, la nieve de primera calidad, la armonía familiar de cuento de hadas... Pero un mal día, sentados en la terraza del restaurante, un alud de nieve desciende por la ladera y amenaza con enterrar las instalaciones en pocos segundos. El susto es mayúsculo. Ebba agarra a sus dos hijos y busca refugio bajo una mesa. Pero Thomas, emulando a George Costanza, decide salir corriendo en dirección opuesta. Al final el alud se queda en poquita cosa, apenas una niebla que rápidamente se disipa. Thomas, casi silbando, regresará a la mesa como si tal cosa, pero su suerte sexual, que es la enjundia del resto de la película, quedará sometida a intensos y filosóficos debates.

            ¿Es Thomas un cobarde, un padre irresponsable, un hombre sin agallas? ¿ O es, simplemente, un ser humano que en décimas de segundo se ve preso del instinto de supervivencia? ¿De haber contado con más tiempo para la reflexión se hubiera quedado en la terraza, protegiendo a su familia? ¿Qué haríamos los padres del ancho mundo en tal tesitura? ¿Cómo reaccionaríamos si acompañados de nuestro hijo viéramos una maceta a dos metros de nuestras cabezas, o a un cazador trastornado que sale de la espesura? ¿Sacrificaríamos nuestro cuerpo para salvar la integridad de nuestro retoño? ¿O reaccionaríamos como Thomas, antropoides primarios y muy poco sofisticados? Las preguntas que plantea Fuerza mayor son muy jugosas; sus respuestas -crípticas, alargadas, plúmbeas en el sentido más nórdico de Bergman- ya no tanto. 



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It follows

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El planteamiento de It follows, la nueva película de terror que lo peta entre los adolescentes, y que se ha convertido en película de culto para las Nuevas Generaciones del PP, es el siguiente: como castigo por haber mantenido relaciones sexuales antes del matrimonio, un zombi indestructible te perseguirá doquiera que vayas; pero sólo lo verás tú, y el mundo entero pensará que estás como una cabra. El zombi nunca tendrá el mismo aspecto: puede ser cualquiera que camine pacíficamente por la calle, un niño, un abuelete, una gorda con gafas... Un político de izquierdas con coleta. El espectro te atosigará con paso cansino, casi desganado, pero nunca se detendrá. Con esa pachorra que Belcebú le ha dado, cogerá aviones, tomará ferrys, cabalgará monturas, y un mal día, seguramente a la hora de la siesta, que es la hora de todos los inoportunos , aporreará tu puerta para cobrarse el precio de tu alma. Podrás refugiarte en las Chimbambas, o en Siberia, o en el ático marbellí de Ignacio González, pero dara igual, porque tarde o temprano el bicho te alcanzará.



Si te coge, follará contigo como un salvaje y morirás en el acto tras el acto. Es de justicia que así sea, tras tu horrendo pecado de la carne. El único modo de escapar a esta maldición, a este mal de ojo de los curas, es acostarte con otro pecador o pecadora de la pradera. Si lo consigues, el zombi dejará de perseguirte, y aunque lo sigas viendo caminar, porque la mancha del pecado es indeleble, la tomará con tu compañero o compañera de cama y te dejará en paz. He ahí el dilema moral. He ahí, también, la oportunidad de vengarte de algún majadero –o majadera- que se ríe de ti, que no te deja en paz, que pone la música muy alta y no atiende a razones. Acércate, chaval, o chavala, que vamos a firmar las paces en mi cama… Una excusa de la hostia, el zombi, para practicar la justa venganza. Ya de arder en el infierno, arder a gusto, qué coño.




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Carros de fuego

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De Carros de fuego sólo nos han quedado los minutos bellísimos del inicio, con los atletas corriendo por la playa mientras suenan las notas melancólicas de Vangelis. Mira que dieron el coñazo en los Juegos Olímpicos de Londres, con la música de marras, pero ni aún así consiguieron que la odiáramos. Hay algo muy poético en ese pelotón que corre a cámara lenta mientras la banda sonora parece llevarlos en volandas, como acariciados por el viento, como bendecidos por los dioses. Una nostalgia de la juventud perdida, de los amigos fallecidos, de los tiempos gloriosos en los que el deporte no estaba corrompido por el dinero, y sólo se corría por el orgullo de pertenecer a Dios y al Reino Unido. La última carga de la brigada atlética en Balaclava.


            Dos horas después, Carros de fuego se cierra con la misma secuencia de la playa, ahora con el reparto de actores sobreimpresionado en pantalla. Esta vez, sin embargo, el efecto poético queda diluido en nuestro largo aburrimiento. Entre playa y playa nos han contado la historia de Eric Liddell y Harold Abrahams, los corredores que triunfaron en los Juegos Olímpicos de Paris. La historia daba para hacer un fresco histórico, un retrato de los distinguidos caballeros que inventaron los deportes que ahora consuelan nuestros domingos. Pero Carros de fuego, para nuestro disgusto, se nos ha quedado en una americanada de hombres que se hacen a sí mismos y superan todas las adversidades e incomprensiones de los malvados y bla bla bla...  Una britanada, mejor dicho, pues es la Union Jack la que palpita en los pechos. 

    En Carros de fuego no hay comunistas, ni musulmanes, ni coreanos de Kim Jong-il que metan drogas en los botellines o paguen prostitutas para despistar a los atletas. Pero sí hay franceses, ojo, que para los ingleses son como la bicha, tipos retorcidos y tontainas parecidos a Pierre Nodoyuna que hacen zancadillas en las carreras y no conocen el honor deportivo de los isleños. Los carros de fuego yo no los he visto por ningún lado, pero los autos locos casi se dejaban ver por las carreteras.




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Camino de la cruz

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Hace unos meses me sulfuré por culpa de I Origins, aquella película del científico darwinista que terminaba enredado en las creencias de la reencarnación. Y ahora, casi sin tiempo para sacudirme el azufre, me llega, recién cocida en Alemania, esta hostia sacramental que se titula Camino de la cruz. La película, en sus compases iniciales, es una cosa que da mucho miedo, con ese cura preconciliar que prepara a sus pupilos para la próxima Confirmación. Entre ellos está María, la niña mártir que se va tragando las enseñanzas como Lacasitos de chocolate. Una feligresa disciplinada que emprenderá su propio Via Crucis de sacrificio y salvación... 

    Uno quiere reírse del cura cuando suelta sus barbaridades sobre la vida y el ultramundo, pero el tono es tan crudo, y el plano es tan hierático, como de Michael Haneke o de Ulrich Seidl, que la risa se queda ahogada en la tráquea, y en su lugar asciende un regüeldo de la cena que sabe a hiel y a cosa fermentada. En la segunda escena descubrimos a la madre de María, una pirada que aún no ha salido del  Concilio de Trento y que lleva con mano férrea las riendas de su educación. Una mujer de gesto adusto que además, al reñir en alemán, multiplica por cien su efecto acojonativo, como una guardiana nazi de los campos de concentración. Uno siente compasión por María, la pobre tontaina embaucada, y una repugnancia infinita por esta pandilla de iluminados que no ven más allá de sus alucinaciones neuronales. Llevado por el laicismo militante, uno se cree envuelto en una cruzada como las que encabezaba Voltaire, y casi le grita al televisor "Écrasez l'Infâme", enardecido por tanta majadería. Pero ojo, repito, que esto es cine sibilino y untuoso, y al final, para dejarnos mudos a los ateos, Camino de la cruz esconde una sorpresa y un giro de cámara que hará las delicias de los católicos que ya abandonaban la sala derrotados, o se levantaban del sofá para tomarse un refrigerio de vino consagrado. Nuestro gozo, en un pozo. De perdición.



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Ratas a la carrera

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Mientras espero a un amigo para tertuliar sobre cine y mujeres, en la tele del bar están pasando una comedia de Rowan Atkinson y John Cleese. El título me es desconocido, pero luego, gracias a internet, sabré que se trata de Ratas a la carrera. Tiene pinta de ser una película mala, mala a rabiar, con persecuciones de coches, fulanos travestidos y muchos resbalones con mondas de plátano. Pero los cuatro parroquianos que están jugando al tute se parten el culo con las trapisondas. Tanto se ríen que al final, después de interrumpir la partida varias veces, deciden dejar los naipes sobre la mesa y entregarse a la carcajada sin soltar la copa de coñac. Se han perdido la mitad de la trama, y la tele, además, no tiene sonido, porque en este bar, como en tantos otros, sólo la ponen para gastar luz y atraer a los mosquitos. Pero los abueletes no se arredran ante estas insignificancias, tan propias de los señoritos de ciudad. Ellos se descojonan con los travestís, con los encontronazos, con las pechugas de las señoras. Cuando un personaje pone caras raras o se pega un leñazo, se congestionan de la risa y le pegan manotazos a la mesa. "¡Es cojonuda!", dice uno. "¡La hostia, qué peli!", le confirma el otro. Uno de ellos llega a afirmar, en voz alta, mientras se seca las lágrimas: “Es la mejor película que he visto en mucho tiempo. ¡La hostia, qué buena…"

            Y yo, que además carezco de tierras, de regadíos, de gallinas ponedoras..., ¿qué puedo tener en común con mis vecinos de pedanía? Nada, definitivamente. 




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Mr. Turner

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J.M.W. Turner fue el gran pintor de los amaneceres, de los atardeceres, de los barcos que transitaban lánguidamente el Támesis o se enfrentaban a los navíos franceses. En sus cuadros -que ahora, con la excusa de la película, cuestan un huevo más en las casas de subastas- los seres humanos son figuras diminutas que se adivinan en los muelles, en las bordas, en los campos de trigo, como hormigas que buscan el sustento mientras por encima sucede el gran milagro de la luz, que quita y pone las formas, las siluetas, los colores. 

    A Mr. Turner no le agradaba mucho la gente: tramitaba los asuntos imprescindibles del día -la comida, las pinturas, los escarceos sexuales con la criada- y luego, en las horas que su estudio se veía iluminado por el sol, pintaba paisajes donde los humanos sólo eran figuras decorativas como las piedras o los árboles. No los estimaba en su vida diaria, y no los estimaba tampoco en sus cuadros de paisajes bellísimos, o de naturalezas atroces.


            Un tipo difícil, el señor Turner, si nos atenemos a lo que cuenta Mike Leigh en su película. Una película de narrativa extraña, fragmentada, como si paseáramos por el museo biográfico del personaje y fuéramos contemplando, en cuadros separados, hechos cruciales o aclaratorios de su vida. No hay condenas morales, ni juicios de valor, en estas estampas coloridas del señor Turner. Ni se abuchean sus defectos ni se subrayan sus virtudes. Mike Leigh es un tipo demasiado inteligente, demasiado british, para caer en los retratos de brocha gorda que tanto gustan a los americanos. Los americanos habrían filmado un biopic de loosers y winners con esta vida huraña y genial del pintor: una cosa moralista, pastosa, de músicas grandilocuentes. Un despelote de medios para filmar el mismo guión simplón y torpón. Gracias, Mr. Leigh. Y gracias, también, Mr. Spall, al que Cannes reconoció y los Oscars olvidaron.




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