Los
fieles lectores ya saben que dentro de mí vive un antropoide
llamado Max, un eslabón perdido que mira mis películas pendiente de una teta,
de un vello púbico, de un apareamiento lúbrico entre hombre y mujer. O entre
mujer y mujer, si hay un poco de suerte. Como yo nunca veo los documentales de
La 2, donde los simios fornican haciendo equilibrios sobre las ramas, Max, el
pobre, que vive solitario en mis entrañas, se consuela con las sexualidades
menos peludas y más sofisticadas de los seres humanos.
Siempre
que enciendo el televisor para ver una película, Max deja de columpiarse en el
neumático y se asoma a mis ojos, a ver en qué trajines nocturnos me voy enredando.
Cuando hay chicha y mondongo, él sonríe con sus dientes de macaco y le noto
feliz y risueño. Cuando hay drama humano o filosofía existencial, Max lanza dos
o tres bostezos de aliento fétido y regresa a sus aposentos, a jugar con las
lianas y las cajas de plátanos. Le siento trastear sin ganas, apático, como
atrapado en la jaula de un zoológico. Me da mucha pena el pobre animal, pero yo tengo un
neocórtex que a veces necesita alimentos complejos para nutrirse.
Es
por eso que a veces, cuando le noto al borde de la depresión, le concedo la
oportunidad de elegir la película del día. Es su dedo simiesco el que recorre
los lomos de los DVDs, o las entrañas de los discos duros,
buscando un argumento simplón y divertido. Últimamente, no sé por qué, a Max le
ha dado por las películas de los hermanos Farrelly, que tienen mucho chiste
grueso y mucho cachondeo sexual, aunque a la hora de la verdad nunca se vea
ninguna teta, ningún escorzo desnudo de artes amatorias. Y yo, que también
tengo alguna mezcla genética de Neanderthal, doy mi plácet a la proyección de estas películas tan
chuscas y lamentables. Y tan descojonantes, sí.
Yo, yo mismo e Irene es una de nuestras películas preferidas. Hay chistes de masturbaciones, de consoladores, de
actos sexuales prohibidos en varios estados de la Unión. Jim Carrey es lo más
parecido a un mono saltimbanqui de los que pululan por la selva, y su compañera
de reparto, Renée Zellweger, hace mohines labiales como de macaca enfurruñada. Antes
de que engordara para hacer de Bridget Jones y se olvidara luego de adelgazar,
y mucho antes de que confiara su rostro a las artes pictóricas de Cecilia la
del Ecce Homo, Renée era la mujer más
guapa que Max y yo habíamos conocido en el mundo virtual. Su rostro de
adolescente noruega nacida en Texas nos volvía muy loquitos a los dos. A otros
usuarios de la belleza les parecía que Renée tenía cara de empanada, de queso
gallego, de mofleturas grasientas y poco estimables. Pero a Max y a
mí nos molaban mucho estos pequeños excesos de la naturaleza, porque somos
primates atados al instinto, y sabemos que lo imperfecto suele ser lo más sano y
natural. Y Renée, con su cara de lapona, y su rubio de anglosajona, rezumaba
salud por cada peca de su piel, por cada destello azul de sus ojazos achinados.
Qué pena que te
fuiste, Lulú.
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