Frank

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Están de enhorabuena, los amantes del cine raro, con esta película titulada Frank. Entro en sus foros gracias a mi pasaporte falsificado y descubro que allí todo es alabanza y celebración. Donde yo sólo he visto una mamarrachada y una pérdida de tiempo, con este cantante embutido todo el tiempo en una máscara de cabezudo, ellos, los indies, los modernos, los culturetas, afirman haber visto una película profunda, reveladora, de ironías y metáforas que están muy alejadas del entendimiento de la plebe. Como si esto fuera el código Enigma de los alemanes, no te jode... Donde yo sólo he visto a un grupo de frikis haciendo el gilipollas, con una música disonante y unas letras de parvulario, ellos, los profundos, los enterados, los que están a la moda y a las últimas tendencias, han visto una redefinición del pop-rock, una crítica a la industria musical, un homenaje a la creatividad de quien no se pliega a los gustos simples de la gente. Como si el susodicho Frank fuera Javier Krahe, no te jode... Donde yo sólo he visto a un anormal comportándose como el líder esquizofrénico de una banda de fumados, ellos, los alternativos, los bizarros, los buceadores de la subcultura, han visto a un provocador inteligente, a un genio incomprendido, a un terrorista surrealista con varias cargas de dinamita. Como si esto fuera un documental sobre Charles Manson y su familia,  no te jode... Donde yo me he quedado dormido dos veces, y he tenido que echar mano de la tecla wind para llegar hasta el final, ellos, los entusiastas, los entregados, los nostálgicos del arte y ensayo, celebran verdaderos simposiums en la red para desgranar hasta la última coma, hasta el último guiño, hasta la última nota dodecafónica de Frank, esa película,  esa idiotez, como si hubieran visto la nueva entrega de El Padrino, Frank Benvenutti y familia...






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Esta no es la vida privada de Javier Krahe

🌟🌟🌟🌟

Todos tuvimos un disco predilecto que en la adolescencia escuchamos cientos de veces hasta dejarlo rayado. En mi caso no fue un disco -que nunca hubo tocadiscos en casa- sino una cinta de casete, el doble álbum de Joaquín Sabina y Viceversa. Con sus ritmos rockeros, Sabina cantaba cosas muy ciertas sobre el amor y sobre la vida, o cosas que yo, al menos, con mis catorce años provincianos y merluzos, pensaban que eran muy ciertas. Y que luego lo fueron, ciertamente.

            Sin embargo, la canción que más me gustaba del disco, la primera que aprendí de cabo a rabo para recitarla, no la cantaba Sabina, sino un amigo suyo al que presentaba muy efusivamente sobre el escenario. Un tipo de apellido extraño, Krahe, jamás oído por estos lares, con esa hache intercalada que parecía como de apellido centroeuropeo, o judío, o  tal vez las dos cosas a la vez. La canción se titulaba, y se sigue titulando, para nuestro alborozo melancólico, Cuervo Ingenuo, y en ella Javier Krahe, acompañado de su cazú y de la guitarra de Sabina, ajustaba cuentas con Felipe González por habernos engañado con el asunto de la OTAN.

Hombre blanco hablar con lengua de serpiente,
hombre blanco hablar con lengua de serpiente,
Cuervo Ingenuo no fumar,
la pipa de la paz con tú,
por Manitú, por Manitú




            Corría el año 1986, y Felipe González ya se había quitado la máscara de defensor de la clase obrera. Los que íbamos para rebeldes celebrábamos la canción de Javier Krahe casi como un himno de nuestro auténtico izquierdismo, de nuestro auténtico compromiso.

Tú, mucho partido, pero,
¿es socialista, es obrero?
¿O es español solamente?
Pues tampoco cien por cien,
si americano, también.
Gringo ser muy absorbente.
Hombre blanco hablar con lengua de serpiente...

            Por culpa de esta canción, Javier Krahe vivió un calvario personal y profesional. Los sociatas dieron orden de que no se le contratara en ningún municipio, en ninguna fiesta del pueblo, en ningún concierto de la Casa de Cultura, y Javier, con su banda escueta de músicos muy fieles, tuvo que refugiarse en los garitos clandestinos, en los cafés nocturnos, en las catacumbas de la música de cantautor. Pero sobrevivió, y se hizo un nombre, y siguió publicando discos que yo compraba en mis escapadas a Madrid, porque en León, en el extrarradio provinciano, los cantautores con haches intercaladas no tenían sitio en los expositores.


            Lo vi en directo hace un par de meses, en Ponferrada, en un concierto para cien o ciento cincuenta incondicionales de la Invernalia del Noroeste. Krahe ya va para mayor, y a veces confunde las letras, y se mueve con torpeza sobre el escenario. Pero sigue siendo un descojone, y un goce para el alma, y un  privilegio para el espectador, estar allí celebrando la eucaristía de las birras y los whiskies, mientras el predica su santa palabra, su veterana sabiduría. Javier Krahe canta para disimular que en realidad es un poeta, el más eminente de la generación del 44, que nunca se estudió en los libros de texto porque los enterados confunden a los poetas con los pedantes y los plastas.

La primera vez que lo vi fue en León, en el año 90, en la discoteca Tropicana, "la Tropi", donde también iban a divertirse los Quijano en su juventud . Yo formaba parte de una pandilla universitaria recién creada, con algunas chicas de muy buen ver que yo deseaba en la intimidad del pensamiento. Pero nada más, porque eran incalcanzables, y ya estaban adjudicadas de nacimiento... Además, yo esa noche sólo tenía ojos para Javier, y oídos para Krahe, aunque el sonido de la sala fuera espantoso, y sus letras nos llegaran distorsionadas, ininteligibles, de tal modo que sólo los discípulos más avezados éramos capaces de corearlas. Así me pasé la velada, canturreando, sonriendo, ajeno a mis compañeras universitarias, hasta que un momento dado me descubrí completamente sólo, abandonado a mi suerte de las canciones. Los demás estaban en las butacas de la zona en penumbra, ya emparejados y enredados en los arrumacos, ajenos por completo al hombre de la barba blanca y los ojos azules. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi pandilla, ex-pandilla ya, era un grupo impar, y de que allì sobraba un hombre en la cacería sexual. El menos atractivo, el más despistado, el que estaba a otras cosas menos trascendentes de la vida. Volví la vista hacia el escenario, fijé mi mirada en la de Javier Krahe y le dije por lo bajini: "A partir de ahora vas a tener que alegrarme muchos días, que consolarme muchas noches..." Y ha cumplido, con creces, el maestro.


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Foxcatcher

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Si no supiéramos de antemano que Foxcatcher está basada en una historia real, dos horas después, al terminar la película, nos habríamos llevado las manos a la cabeza con las ocurrencias de los guionistas, y hubiéramos dicho que estos irresponsables, en un ataque de creatividad febril, juntaron a las churras de la multinacional química con las merinas del wrestling olímpico. Una historia infumable e inconcebible.

    Lo que cuenta Foxcatcher es una cosa de ver y no creer. Te lo cuenta un amigo en el café y piensas que le ha echado demasiado orujo al carajillo, o que está mezclando dos películas que en realidad no guardan relación: una con los hermanos Schultz esforzándose en ganar las medallas de los Juegos Olímpicos, y otra con John du Pont, el heredero de la fortuna familiar, que megalómano perdido se cree capacitado para dirigir asuntos deportivos de los que no tiene ni pajolera idea. Foxcatcher es una película que al no informado, al no enterado, podría parecerle surrealista y excesiva. El mismo Bennett Miller, según confiesa en una entrevista, decidió dejar muchas cosas en el tintero porque mil rótulos explicativos no hubiesen salvado Foxcatcher de la incredulidad general.  

    Foxcatcher sirve para recordarnos dos cosas: la primera, que es muy cierto que la realidad supera con creces a la ficción, y que muy cerca de nosotros, tal vez en el mismo pueblo o en el mismo vecindario, está sucediendo una historia increíble que necesitaría un rótulo explicativo que avalara su veracidad; la segunda, que los actores cómicos, cuando se meten en la piel de personajes inquietantes y desalmados, alcanzan una hondura de insensatez que otros actores no consiguen, tal vez porque el humor es el género más negro de todos, el que a fuerza de reírse de la gente la desnuda, y la denuncia con mayor eficacia. En Foxcatcher lo borda, el gran Carell, que ya en The Office encarnaba a un personaje que tenía muy distorsionada su autoimagen, y que se veía en proyectos que no le correspondían, y en hazañas que jamás estarían a su alcance.


    No puedo dejar de pensar en todos los desempeños que me ocupan a lo largo de la jornada, el de maestro de escuela, el de entrenador de fútbol, el de bloguero insomne de estas ocurrencias, y un escalofrío de vergüenza me recorre por la espalda al pensar que tal vez yo mismo sea un falsario, un estúpido, un arrogante que se dice competente en estas tareas y en realidad nunca se ve desnudo ante el espejo. Ni John du Pont ni Michael Scott habrían admitido un dedo acusador, una versión disonante de su engreimiento. ¿Por qué habría de hacerlo yo, entonces, pillado en tal pecado?



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Submarine

🌟🌟🌟

Submarine es de esas películas que terminas viendo y disfrutando aunque su sinopsis te tire para atrás: adolescente pajilllero en busca de novia que se deje sobar las tetas y quizá algo más; poeta frustrado de la existencia urbana, cero a la izquierda en el escalafón de los tipos deseables. Un buen chico en realidad, retraído, timorato, con intuiciones geniales sobre la vida que va alternando con cagadas monumentales, tan propias de la edad, y tan propias, también, de la incompetencia básica que ya nunca le abandonará. Un retrato, en definitiva, de la vida de cualquier cuarentón de ahora mismo, porque nosotros tampoco nos comíamos una rosca, y también escribíamos nuestra poesía ridícula en los cuadernos del colegio. También anhelábamos entender el mundo hasta que el mundo decidió desentenderse de nosotros. Submarine es un recuerdo de nuestro pasado poco glorioso. Un viaje poco gratificante a nuestra adolescencia aún no superada. Una comedia amarga que te amarga, aún más, la puta noche.





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Sueño de invierno

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Ahora que el frio remite y que rebrotan los vegetales, vuelvo a soñar con el crudo invierno que tardaré muchos meses a disfrutar. Dentro de nada regresarán los calores, los mosquitos, los picores. Los sofocones en el esfuerzo, las irritaciones en la piel, las noches eternas entre las sábanas resudadas...  Todavía no ha terminado del todo y ya echo de menos el invierno que se podía combatir tan ricamente con un buen cocido y un buen abrigo.


            Es por eso que hoy, en pleno ataque de melancolía, decido ver Sueño de invierno, porque hay veces que la realidad y la ficción establecen una conexión que no puede ser casual, que está regida por algún dios que trata de decirme cosas, de revelarme un camino o un destino. Sueño de invierno, además, ha recibido la Palma de Oro en el festival de Cannes, y su director, Nuri Bilge Ceylan, es un tipo que en este blog ha dejado su huella y su debate, capaz de helarte el alma con una conversación de altísima enjundia y luego dejarte dormido con un plano sostenido del infinito anatolio. 

    La película está rodada en Uchisar, que es un pueblo perdido en la Capadocia. Allí la gente sigue viviendo en las antiguas cuevas de los trogloditas, como Picapiedras y Mármoles de la Otomania, aunque por dentro estén adecentadas como cualquier piso occidental, con su televisión, su conexión a internet, su frigorífico para los quesos y las lechugas. Los turcos del vecindario tampoco conducen troncomóviles, sino todoterrenos que los ayudan a sortear los caminos embarrados y nevados. Con ellos se trasladan a la estación de tren que de vez en cuando los acerca a Estambul, para realizar los trámites administrativos, o sacar a cenar a la mujer, el día del fatídico aniversario.


            Aydin es el dueño del único hotel en este paraíso. Aydin se levanta por las mañanas, saluda a los clientes, administra cuatro asuntos banales y se encierra en su cueva a escribir los artículos de opinión. Es la vida exacta que uno quisiera haber llevado, de rentista, en un pueblo perdido, con todo el tiempo del mundo para escribir las tonterías y ejercitar los músculos del caminar. Vivir lejos del mundanal ruido, rodeado de perros, y de tenderos que sirvan los productos con un buenos días. Hoy mismo, antes de ver la película, he tenido que ir al trabajo, cocinar los alimentos, barrer el suelo, fregar los cacharros, acompañar al hijo, hacer los recados, responder al correo, descolgar la llamada imperiosa de un familiar... En el tiempo que yo pierdo en todo esto, Aydin, el turco suertudo, ya le ha dado mil vueltas a sus escrituras, y ha salido a caminar por los preciosos montes de su pueblo a respirar el aire puro. Ya decía Michel Houellebecq que vivir y escribir eran dos oficios incompatibles. Y en esas estamos.



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Lejos del mundanal ruido

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Hay títulos que le persiguen a uno hasta la obsesión. Que llevan años ahí, sonando, rebotando, prendidos de una meninge hasta que no hay más remedio que ver la película para desprenderlo. Lejos del mundanal ruido… Cuántas veces habré formulado este deseo sin letras cursivas: lejos del mundanal ruido, del mundanal trabajo, del mundanal gentío. Vivir en sociedad, sí, cerca de las farmacias, de los supermercados, de los restaurantes chinos, porque uno no podría sobrevivir sin estas ventajas del abastecimiento, incapaz de procurarse el sustento de la granja o de la huerta, pero lejos, muy lejos, a mil años-luz del espíritu, donde no llegue el ruido, ni el pelmazo, ni el sonsonete cansino de la civilización. No sé si me explico.


            Lejos del mundanal ruido… Uno había leído las sinopsis y ya venía preparado para el mundo preindustrial, el paisaje bucólico, la bella mujer pretendida por tres hombres enamorados. Uno leía a John Schlesinger en los títulos de crédito y se sentía seguro y confiado. Schlesinger es el responsable de Cowboy de medianoche, de Marathon Man, y además juega en casa, en su Inglaterra natal. Empieza la película y me las prometo muy felices en esos paisajes ondulados, del cereal mecido por el viento, tan cerca del mar. La belleza de Julie Christie es luminosa, seductora, y no tiene nada que envidiar a la de Maureen O’Hara o a la de Kate Winslet, otras británicas enamoradas. Estoy muy predispuesto a dejarme llevar por su hermosura, y a creerme sus desventuras económicas y románticas. Estamos, efectivamente, muy lejos del mundanal siglo, del mundanal estruendo, del mundanal progreso.


            Pero la película se me va cayendo poco a poco de los ojos. Todo es cursi, relamido, tontorrón, decimonónico en el peor sentido de la palabra. Y dura, además, 157 minutos eternos, que iré sorteando con el mando a distancia hasta llegar al previsible final. Todos es muy bonito, sí, pero rancio, y viejuno, y naftalinoso, como si Lejos del mundanal ruido no sólo se ambientara en un siglo extinguido, sino que se hubiera rodado allí mismo, mucho antes del invento de los hermanos Lumière, en una avanzadilla técnica que tal vez mereciera una investigación, y un doctorado, y un documental para el National Geographic.




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Fish Tank


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Fish Tank es el retrato de una adolescente del arrabal londinense, allá donde el Támesis busca su desembocadura en el mar. Mia es una choni de la Gran Bretaña que vive en pisos de protección oficial y sueña con ser bailarina de rap. Viste sudaderas con capucha, joyerío excesivo, maquillajes desordenados de la señorita Pepis... Hija de madre soltera y alumna ausente del instituto, Mia vive pendiente de su ingreso en un reformatorio, aunque en el subtítulo de la película, quizá por desconocimiento, quizá porque en Latinoamérica los llaman así, dicen colegio de Educación Especial, que es una cosa muy distinta. Si lo sabré yo... 
    Mia, aunque sea una chica problemática, y proclive a los excesos, y maneje un lenguaje verbal de veinte tacos por minuto, no tiene ni un pelo de tonta. En el ecosistema que la ha tocado vivir, ella se desenvuelve con el instinto de un animal muy perspicaz. Una superviviente nata, que no se doblegará por muchas hostias que le depare el destino: las psicológicas, y las físicas también.

            Resumida así, Fish Tank parecería una película de Ken Loach, con su adolescente envuelta en la problemática social de los barrios empobrecidos. Pero esta mujer que escribe y dirige el cotarro, Andrea Arnold, prefiere dejar la denuncia social como telón de fondo, y seguir cámara en mano las tribulaciones amorosas de esta vivaracha deslenguada. Una opción muy respetable que además produce una película extraña y obsesiva. Pero uno, qué quieren qué les diga, piensa igual que los viejos revolucionarios de Rusia: que el cine es un poderoso instrumento de propaganda, y en esta batalla que los parias vamos perdiendo por goleada, películas como Fish Tank son oportunidades desaprovechadas. 
        Esto que yo denuncio en Fish Tank a otros críticos les parece cojonudo, y aprovechan su columna de derechas para lanzarle una puya a la mosca cojonera. Dice el crítico de cine de La Razón
    - “Fish Tank es como una película de Loach, pero bien hecha”. 
    Mentira: es tan buena como una película de Ken Loach, pero sin su carga explosiva. Y eso es, realmente, lo que él celebra.



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La teoría del todo

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Las películas y la vida real se diferencian en dos cosas fundamentales. La primera es que a este lado de la pantalla no hay banda sonora que acompañe nuestras vivencias. Puede suceder, además, que la música no guarde ninguna relación con el acontecimiento vivido, y que el mundo se nos caiga encima mientras suena el reguetón, o ser elegidos por la mujer más hermosa mientras suena un cuarteto tristísimo de Beethoven. Digo esto porque en La teoría del todo, que es un biopic muy estimable y recomendable, la banda sonora comete el pecado gravísimo de hacerse notar, de ser detectada por nuestros oídos en los nudos trascendentales, y eso, por lo menos a quien esto escribe, le saca de la escena, de la magia del cine, y arruina esos momentos en los que Eddie Redmayne y Felicity Jones se curran sus papeles entregados a la causa.

         Y a por Felicity venía yo, precisamente… Porque la otra diferencia que nos separa de las películas es que en la ficción existe una densidad altísima de mujeres hermosas, un imposible estadístico y demográfico, y muchas veces, en el papel que debería corresponder a una actriz de hermosura limitada, se cuela un bellezón resplandeciente que no concuerda con el desempeño. Uno ve las fotos de juventud de Jane Hawking, la primera mujer del científico, y descubre en ellas a una chica maja, de rasgos poco llamativos pero serenos. Una británica de andar por casa, de las que encontraríamos a miles en el metro de Londres. Sin embargo, en La teoría del todo, ella es una mujer tan hermosa que a mí quita el habla y el sueño. 
    En la vida real esas cosas no pasan: las chicas como Felicity Jones no se enamoran de pardillos así, no al menos a primera vista, no en una selección visual apresurada. La biología del emparejamiento, como la física astronómica que reveló el propio Hawking, obedece a leyes inflexibles de la naturaleza. La elección de Felicity Jones me llena de gozo sexual, y reaviva el loco amor que siento por ella, pero en la película no termino de creérmela. Lo suyo es un papelón, un recital, un trabajo deslumbrante, pero por debajo de sus sonrisas, de sus llantos, de sus miradas de gozo o de reproche, yo siempre veo a una mujer que no debería estar ahí. 


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El arca rusa

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En The Story of Film, de Mark Cousins, que es un documental del que hablé muchísimo aunque casi siempre para mal, se mencionaba El arca rusa como una obra maestra de los tiempos modernos. Una virguería estilística del director Alexander Sokurov que en un plano-secuencia de hora y media recorría siglos de historia paseándose por las salas del Hermitage, museo del que ahora mismo no sabría citar ni un solo cuadro, ni una sola escultura, tan afamado e imprescindible como aparece en las guías turísticas, y en las siestas de La 2. De San Petersburgo sé que allí al ladito, en el mismo complejo arquitectónico a orillas del Neva, empezó el sueño proletario que luego terminó en psicopatía bigotuda, y en hecatombe de los ideales.
            El arca rusa se la robé a un galeón español que hacía las Américas el mes pasado, pero lo hice más por curiosidad que por convencimiento, aprovechando una incursión que buscaba joyas menos sofisticadas. El noventa por ciento de lo que recomendaba Cousins  eran películas insufribles, plúmbeas, que él usaba para hacerse pajas porque contenían un avance técnico o un recurso expresivo nunca visto. A Cousins le iban más las formas que los fondos, más los continentes que los contenidos. Justo lo contrario que en este blog... Es por eso que hoy, aprovechando la derrota del Madrid, y la cara de tonto que se me ha quedado, he decido suicidar el sábado de una vez por todas y sustituir el Trankimazin por El arca rusa, que sí, consta de un único y meritorio plano-secuencia; y sí, es un experimento fílmico pocas veces visto; y sí, tiene tropecientos actores danzando por las salas del museo en precisa coreografía; y no, no enseña nada sobre el devenir histórico del pueblo ruso; y menos, mucho menos, mantiene engatusada la atención del cinéfilo provinciano. Menudo rollesky, Mr. Cousins.



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Red State

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Desde que aquellos yihadistas entraron a sangre y fuego en las oficinas de Charlie Hebdo, aquí, en España, por las mañanas, en las radios de derechas, los tertulianos hablan de la superioridad moral de la civilización cristiana en contraste con esa otra de los musulmanes que vive anclada en su particular Edad Media, y que produce terroristas casi como una consecuencia lógica de sus doctrinas. Es, por supuesto, un razonamiento interesado, vomitivo, de un elitismo moral que me recuerda al cura que nos daba religión en el Bachillerato, el padre Ángel, cuando nos aseguraba que todos los no-católicos del mundo irían derechitos al infierno por conocer la palabra de Dios y no haberla incorporado a sus creencias.

      La película Red State nos viene al pelo para recordar que ninguna religión está libre de sus fanáticos violentos. Que en todos los credos cuecen habas, y que siempre hay un trastornado que no tiene reparos en morir empuñando un arma, pues en el Cielo le aguardan mujeres desnudas, o asientos VIP situados a la derecha de Dios Padre. Según lo estipulado en el contrato. Estos cristianos fundamentalistas que retrata Kevin Smith en la película son tipos que hemos visto muchas veces en los telediarios, en los documentales, sectas dirigidas por un mesías que se atrincheran en una granja y terminan liándola parda con sus armas semiautomáticas. Uno pensaba que esta iglesia ficticia de Red State era una cosa muy exagerada, un poco traída por los pelos, pero resulta, para mi asombro de navegante, que esta gente existe de verdad, y que el mismo Jordi Évole, en un programa de Salvados, entrevistó a la familia de este predicador de carne y hueso llamado Fred Phelps. Se autotitulan la Iglesia Bautista de Westboro, y practican su apostolado veterotestamentario  allá en las llanuras agrícolas de Kansas. God hates fags -Dios odia a los maricones- es el slogan que lucen en sus pancartas cuando se presentan en los funerales para insultar al homosexual fallecido, y recordarle que el infierno es su destino ineludible.
Hosti, nen.





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Canciones del segundo piso

🌟🌟
Citan, en la revista de cine, una película sueca del año 2000 que al parecer es una obra maestra olvidada. Se titula Canciones del segundo piso y fue recibida con grandes aplausos y muchos premios en los festivales. A uno, la verdad, le huele mal el asunto desde el principio, pero las películas desconocidas, cuando te las presentan así, con tanto adjetivo, y en revistas de postín, son una tentación imposible de resistir.
         ¿Y si Canciones del segundo piso fuera ciertamente una gran película que yo, en mi ignorancia, en mi desidia exploradora, he pasado por alto durante años? ¿Y si ahí, en su imágenes, en su guion, en su moraleja filosófica, encontrara yo una revelación que me iluminara las entendederas...? Así que aprovecho la ola de buen humor que me inunda tras la victoria del Real Madrid y doy comienzo a la función. Todavía no he aposentado bien el culo cuando sé, a ciencia cierta, aunque le conceda treinta minutos más de gracia, que Canciones del segundo piso va a ser un error mayúsculo, un esfuerzo intelectual de mucho sudor y mucho fastidio. Porque antes incluso de que surjan las primeras imágenes, aparece, sobre fondo negro, rotulado en blanco, el título original en sueco vernáculo, SANGER FRAN ANDRA VANINGEN, y es justo así como empezaban muchos tostones de Ingmar Bergman que prefiero no recordar, y me entra como un escalofrío, como un mal presagio, y en la primera escena de la película, que ya es una cosa rara que no termino de entender muy bien, se me cae la voluntad de persistir por los suelos. 
    Pasan los minutos y Canciones del segundo piso se vuelve cada vez más surrealista, más incomprensible, con simbolismos que sólo los espectadores suecos, o los familiares del director, sabrán descifrar y explicarnos a los legos. Hay compatriotas míos que aseguran haber entendido Canciones del segundo piso de cabo a rabo. Que se trata, aunque no lo parezca, de una radiografía social de la Suecia que entra con temor en el nuevo milenio y bla, bla, bla... Pero yo, que soy tan cortico sólo veo a tipos diciendo tonterías, a multitudes haciendo el indio, a hombres extraños -gordos, calcinados, tarados, maquillados como furcias- que vagan como anormales por las calles de una Suecia apocalíptica. Si usted buscaba una explicación coherente de Canciones del segundo piso, con toda su complejidad de cosa nórdica e ignota, éste no es su blog. Mil perdones. 
    Le anuncio, además, que en treinta minutos de película no vislumbré a ninguna actriz sueca de rompe y rasga. Lo que ya es el colmo de la rareza, y de la mala intención.



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Nightcrawler

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Dice Fernando Savater en su Diccionario Filosófico:
            "La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre".
            Esto lo había leído yo en algún pensador de los tiempos pasados, tal vez Voltaire, o Heine, pero no he encontrado la cita por ningún sitio, y no he tenido más remedio que poner este pensamiento de Savater, que es un tipo que me cae como una patada en el culo, pero que me viene de perillas para poner la introducción en esta entrada.


           
           En Nightcrawler, Louis Bloom, que es un tipo savateriano incapaz de quedarse en casa, recorre la noche de Los Ángeles armado con una cámara de vídeo y con una radio que sintoniza la frecuencia policial, filmando accidentes y crímenes sanguinolentos que luego venderá a los noticieros. Otros ilustres de la noche y de las películas, que también se aburrían de la vida y se desesperaban por la falta de sueño, fundaron clubs de la lucha, como Tyler Durden, o hicieron justicia, aunque muy particular, en el lumpen de los barrios, como Travis Bickle. Pero Bloom, al que da vida un inquietante Jake Gyllenhaal que jamás parpadea y jamás sonríe con sinceridad, decide hacerse un nombre en el negocio de la telebasura. 

    En la ficción de Nightcrawler, es el canal 6 quien más dinero ofrece por las imágenes de heridos desangrándose y muertos sorprendidos en descoyuntadas posturas, pero hay muchas emisoras que pujan por las durísimas filmaciones. La hora del desayuno es una refriega periodística en la que se sirven fiambres muy poco hechos y casquería cocinada al calor del asfalto. Mientras los niños desayunan su bol de cereales y su mazorca a la parrilla, en la tele se inducen otras conductas carnívoras del primate.

            Aquí, de momento, en la Piel de Toro, no hemos llegado a tanto, pero vamos camino de conseguirlo. Existen dos telediarios nocturnos -por así llamarlos- que dedican cinco minutos a las informaciones económicas y políticas, y que luego, antes de la hora eterna de los deportes, lo llenan todo de accidentes y explosiones, de robos y palizas, de asesinatos y suicidios. Son minutos y minutos que la publicidad nunca corta, porque es ahí donde está el meollo de la audiencia, tan parecida en voracidad a la que se vende en Nightcrawler. En España sólo vemos salpicaduras de sangre, restos humeantes, hierros retorcidos, lejanas víctimas embutidas en sacos negros. Pero queda poco para que llegue el primer "nightcrawler" de las calles madrileñas, o barcelonesas, y el productor televisivo que compre su material explícito para inaugurar un nuevo tiempo, aberrante y grotesco, en los informativos. Al tiempo.


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El pasado

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Asghar Farhadi es un director iraní que en estos escritos ha gozado siempre de grandes simpatías, y que me obliga a escribir  panegíricos que son lo peor de mi repertorio -que ya es decir- pues me siento más cómodo atacando a los directores que me aburren o que me irritan. Lejos de las películas insufribles que perpetran sus compatriotas Kiarostami o Panahi, Farhadi es un tipo que rueda cosas inteligibles, inteligentes, con personajes atribulados que uno sigue con interés, y no gentes cansinas a las que uno desea el accidente mortal que los borre de la pantalla.

                Nader y Simin, una separación, se quedó durante días rondando en mi cabeza, repasando los argumentos, los nudos dramáticos, quitando y dando razones a los personajes. Una maravilla que vino del Golfo Pérsico cuando ya pensaba que allí sólo había niñas perdidas y cabras triscando en el monte. Venía, pues, con muchas ganas de ver El pasado, a la que tenía reservada un horario especial en mi programación semanal, para cuando no hubiera fútbol, ni socializaciones, y el mal tiempo golpeara en la ventana para zanjar cualquier tentativa de huida. Farhadi, al que los ayatolás andan tocando un poco las narices, esta vez ha rodado en Francia, pues allí le han sufragado los gastos, y le han puesto de protagonista a esta mujer bellísima llamada Bérénice Bejo, a la que por más que miro, y remiro ,no soy capaz de encontrar una imperfección en su rostro, o en su sonrisa. Bérénice parece salida de un cómic de Mortadelo y Filemón, pues en el universo de Ibáñez todos los personajes llevan su descripción colocada en el apellido, de tal modo que los ricos se apellidan Millonetis, y los zánganos Holgazánez, y las mujeres preciosas Bejo, que se pronuncia "bello", y es como si a Bérénice, al nacer, la hubiesen bendecido para siempre.

            Pero la sola presencia de Bérénice no puede impedir que yo, esta vez, reniegue de los entretenimientos que ofrece  Farhadi. A mitad de película empiezo a dar cabezaditas, a mirar de reojo el teléfono, a pensar en lo que tendré que escribir al terminar la película, mientras en la pantalla, en ese París brumoso y tristón del arrabal, se suceden los lloros, los lloriqueos, los adultos que se gritan, los restos naufragados de tres hombres que amaron a Bérénice y chocaron contra su cuerpo menudo y su rostro inmaculado, que son como la atracción fatal de unos acantilados rocosos. No le ha sentado bien el exilio, a nuestro querido director. Lo que en otras películas era fluido e inquietante, aquí se ha vuelto culebronesco y casi teatral. No queremos que regrese a su patria si allí lo siguen vigilando y amonestando; pero sí queremos que haga películas como las que hacía allí, que le salieron más occidentales que esta misma que rodó en Occidente.




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