El nombre (Le prénom)

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Un amigo de probada cultura y sobrada inteligencia me recomienda, en el bar de tapas , una película francesa que encontró en la tele por casualidad. Se titula El nombre, y me la trae a colación porque yo, en una de mis diatribas, he cargado irónicamente contra el sagrado concepto de la familia, en tiempos de Navidad. Mi amigo se lo pasa teta, con mis filípicas, porque me conoce de toda la vida, y le sirvo de contraste para su mundo regido por la tradición. Él sigue siendo un hombre religioso, aferrado a las viejas costumbres, inoxidable al desaliento que provocan los familiares estúpidos y los silencios de Dios. Y aunque él asegura que yo soy el bicho raro, la oveja descarriada, tengo por seguro que la sociología moderna le señala a él como el verdadero espécimen en extinción: un curioso homínido que descubierto en su hábitat natural de la Navidad ya despierta el asombro, y la incredulidad, como si uno se topara con un superviviente del siglo XIX, o con un astronauta extraviado en la línea del tiempo.




            El nombre, dice mi amigo, va a satisfacer esa pulsión mía de lo antifamiliar, pues su esqueleto argumental es una reunión de parientes que termina, reproche a reproche, como el rosario de la aurora. Pero yo también conozco a mi amigo, de toda la vida, y sé que una película como la que él me describe no iba a aguantarla hasta el final.  No hay que ser muy listo para deducir que El nombre , por mucho que él diga, por mucha pelea que le metan sus guionistas, va a terminar en luminosa reconciliación, con brindis de champán, abrazos de perdón y juramentos eternos de comprensión. Navidad, al fin y al cabo. 

            Pero todo esto, que pasa por mi cabeza en un segundo de lucidez, prefiero no decírselo a mi amigo, para no parecer un tipo orgulloso y desagradecido. Horas después, ya en casa, me enfrento a una versión de El nombre que no he podido descargar subtitulada, y al fastidio de conocer el final por anticipado, se une la molesta sensación de estar perdiéndome las discusiones en francés, porque en francés, todo parece más agudo, más inteligente, más cargado de razones. El francés es un idioma que se inventó para seducir, para convencer, lo mismo en el amor que en las broncas familiares. Si a mí, en la vida real, la gente me hablara en francés, yo sería un manso corderito dispuesto a hacer cualquier cosa. En el amor y en la guerra. Hasta católico, regresaría yo al redil de la Iglesia, si las homilías y las cartas a los Corintios las recitaran desde el púlpito en el idioma de Montaigne. Pero en mi hábitat natural sólo me hablan en castellano, y el castellano, en mi oído, resuena como un mandato, como una ofensa, con esas vocales rotundas que suenan a imperativo y a injerencia.


            Al final, en El nombre, como yo me olía, todos los personajes se perdonan con efusión de lamentos y contriciones. En su francés original, los actores deben de estar muy convincentes, pero doblados al castellano suenan falsos, desganados, como guardándose la venganza para más tarde. Como sucede en las reconciliaciones verdaderas, a este lado del televisor.

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