Tucker & Dale contra el mal

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La tenía que haber visto ayer, día de los Santos Inocentes, Tucker & Dale contra el mal, porque la película es una inocentada de mucho reírse. Dos paletos de la Canadá profunda -que sólo se diferencian de sus primos españoles en que siempre usan gorra de béisbol- van asesinando, sin quererlo, por la pura mala suerte de los tropezones o de los accidentes, a una panda de universitarios con sus listillos y sus buenorras, que han ido al bosque de acampada para confraternizar bajo las coníferas. Ellos, los chicos de la ciudad, bien vestidos y repeinados, son los verdaderos psicokillers de la película, mientras que Tucker y Dale, a pesar de manejar motosierras y trituradoras de carne, son dos benditos que no matarían ni a una mosca de la espesura. 




            He recordado, mientras me reía como un adolescente de las sanguinolencias y las muertes estúpidas, aquella noche de lunes de hace más de treinta años, en mi casa de León, cuando Chicho Ibáñez Serrador, por coincidir Mis terrores favoritos con el Día de los Inocentes, programó Agárrame ese fantasma en lugar de la habitual película de horror. Yo vivía cagado de miedo aquellas citas con el televisor, que mi padre concertaba  para curtirme la piel y hacerme un hombre de provecho. Luego, por la noche, tenía unas pesadillas espantosas, terriblemente vívidas. Recuerdo la noche en que aguanté el sueño hasta la madrugada para no ser suplantado por un alienígena envainado después de ver  La invasión de los ladrones de cuerpos. Recuerdo haberme despedido de la vida con la certeza de ser asesinado al día siguiente camino del colegio, tiroteado por un psicópata como el que en Target disparaba contra la multitud. Recuerdo la manta que me tapaba hasta el flequillo para no ver a los muertos del cementerio  entrando en mi habitación para comerse mi hígado crudo, arrancado de cuajo, después de ver, con los ojos medio cerrados y el gesto medio torcido, La noche de los muertes vivientes.

    Es por eso, quizá, que las películas que hacen humor con el terror me reconfortan el alma, y ya me seducen desde el principio, a muy poco que ofrezcan , porque aún guardo memoria de Abbott y Costello haciendo el indio por un castillo, o por una mansión, en aquella película tonta que me hizo reír como nunca en mi vida. No la mejor comedia de todos los tiempos, desde luego, ni la más graciosa, pero sí, desde luego, la que me trajo una felicidad incomparable, el alivio supremo que todavía hoy me hace suspirar de gustillo, tres décadas después.



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El nombre (Le prénom)

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Un amigo de probada cultura y sobrada inteligencia me recomienda, en el bar de tapas , una película francesa que encontró en la tele por casualidad. Se titula El nombre, y me la trae a colación porque yo, en una de mis diatribas, he cargado irónicamente contra el sagrado concepto de la familia, en tiempos de Navidad. Mi amigo se lo pasa teta, con mis filípicas, porque me conoce de toda la vida, y le sirvo de contraste para su mundo regido por la tradición. Él sigue siendo un hombre religioso, aferrado a las viejas costumbres, inoxidable al desaliento que provocan los familiares estúpidos y los silencios de Dios. Y aunque él asegura que yo soy el bicho raro, la oveja descarriada, tengo por seguro que la sociología moderna le señala a él como el verdadero espécimen en extinción: un curioso homínido que descubierto en su hábitat natural de la Navidad ya despierta el asombro, y la incredulidad, como si uno se topara con un superviviente del siglo XIX, o con un astronauta extraviado en la línea del tiempo.




            El nombre, dice mi amigo, va a satisfacer esa pulsión mía de lo antifamiliar, pues su esqueleto argumental es una reunión de parientes que termina, reproche a reproche, como el rosario de la aurora. Pero yo también conozco a mi amigo, de toda la vida, y sé que una película como la que él me describe no iba a aguantarla hasta el final.  No hay que ser muy listo para deducir que El nombre , por mucho que él diga, por mucha pelea que le metan sus guionistas, va a terminar en luminosa reconciliación, con brindis de champán, abrazos de perdón y juramentos eternos de comprensión. Navidad, al fin y al cabo. 

            Pero todo esto, que pasa por mi cabeza en un segundo de lucidez, prefiero no decírselo a mi amigo, para no parecer un tipo orgulloso y desagradecido. Horas después, ya en casa, me enfrento a una versión de El nombre que no he podido descargar subtitulada, y al fastidio de conocer el final por anticipado, se une la molesta sensación de estar perdiéndome las discusiones en francés, porque en francés, todo parece más agudo, más inteligente, más cargado de razones. El francés es un idioma que se inventó para seducir, para convencer, lo mismo en el amor que en las broncas familiares. Si a mí, en la vida real, la gente me hablara en francés, yo sería un manso corderito dispuesto a hacer cualquier cosa. En el amor y en la guerra. Hasta católico, regresaría yo al redil de la Iglesia, si las homilías y las cartas a los Corintios las recitaran desde el púlpito en el idioma de Montaigne. Pero en mi hábitat natural sólo me hablan en castellano, y el castellano, en mi oído, resuena como un mandato, como una ofensa, con esas vocales rotundas que suenan a imperativo y a injerencia.


            Al final, en El nombre, como yo me olía, todos los personajes se perdonan con efusión de lamentos y contriciones. En su francés original, los actores deben de estar muy convincentes, pero doblados al castellano suenan falsos, desganados, como guardándose la venganza para más tarde. Como sucede en las reconciliaciones verdaderas, a este lado del televisor.
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Marathon Man

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Después de ver Cowboy de medianoche, buceo en la filmografía de John Schlesinger para concertar próximas citas y me encuentro con Marathon Man, de la que sólo recuerdo a Dustin Hoffman corriendo sudoroso por Central Park. Eso, y la famosa escena en la que Lawrence Olivier, interpretando al pleonasmo de un nazi malvado, le practica a Hoffman una endodoncia sin anestesia, no sé si para que cante el escondrijo de un dinero, o si para ajustar cuentas con el hijo de un judío que no pereció en el Holocausto. Mis recuerdos de Marathon Man yacen bajo los sedimentos de otras mil películas que vinieron después, como una ciudad de la antigüedad que ahora, disfrazado de arqueólogo, pretendo desescombrar y sacar a la luz.





            Marathon Man, con sus resonancias de proeza deportiva, llega en un momento muy atlético de mi vida, lamentable para el estándar de los corredores habituales, ahora llamados runners, pero una experiencia inusitada, muy meritoria, en mi larga pereza de cinéfilo, y de aficionado al sillón-ball. Llevaba años, qué digo, lustros, sin caminar tanto por las mañanicas, y por las tardecicas, diez o quince kilómetros al día, desde que siendo adolescente me perdía por los montes de León para olvidar mis desamores. Y para dejar caer por las cunetas los aprendizajes del colegio, inservibles ya tras los exámenes. Esta voluntad muscular de ahora- que todavía no es férrea, que todavía está implantándose-no surgió de un acto heroico y prudente, sino del pavor hipocondríaco que me ha inoculado el médico de mis entrañas, un cascarrabias que me augura desgracias metabólicas si me quedo aquí apalancado, en este sofá que me da la vida con las películas, y con el fútbol, pero que también, por sobreuso, por exceso de amor, podría quitármela, como hacen las mujeres fatales, o los hijos que van chupándonos las energías.  

  Llevo meses levantando polvo y barro por los montes de Invernalia, desgastando las suelas, empapando las camisetas, deshilachando los bajos de mis pantalones chandaleros. Busco en el Dustin Hoffman inicial de Marathon Man a un colega, a un compañero de fatigas, tal vez a un modelo deportivo si persevero en esta vida sana del trotamundos. Pero el entusiasmo apenas me dura cuatro de sus zancadas. Hoffman suda copiosamente, y corre a un ritmo inalcanzable con  la respiración acompasada, y a mí me entra como un rubor, como una vergüenza, como un acceso de ridículo que me tuerce el humor. Palpo la barriga que sirve de pedestal al mando a distancia y me entra, finalmente, una depresión lipídica que me amarga el resto de la película. Me he desfondado en el primer kilómetro de Marathon Man. El resto, que ya no es atletismo, sino trama de espías algo viejuna, lo veo de lejos, entre brumas, desplomado sobre el asfalto del sofá.


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Cowboy de medianoche

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Rescato, en estas vacaciones tan cortas como necesarias, varios DVDs que tenía pendientes de revisión obligatoria, o de estreno tardío. Pero no estoy en el salón de mi casa, en La Pedanía, donde tengo un reproductor que reproduce lo que le echen, sino que estoy en León, con la familia, de navideñeo, y mi ordenador portátil es un exquisito, y un burro, y un cacharro que nunca entenderé. Cuando le pongo las películas que me traje en la maleta,  empieza a hacer ruidos raros, como de tos de abuelete, como de moto gripada, y los programas encargados de rescatar la película fallan uno detrás de otro. Error, vuelva a intentarlo, imposible acceder... Son DVDs que hace tiempo grabé sobre soporte virgen, en el viejo reproductor-grabador que ya mora en el cementerio del reciclaje, y se ve que la tecnología moderna no reconoce el formato, o que le da la risa con mis tontos remiendos, y de la carcajada se congestiona, y deja de funcionar. 



   Sólo dos películas de las que quería ver fueron adquiridas en una tienda, y sólo ellas, como premio a mi legal dispendio, logran trasponer el umbral de lo visible: una, la Crazy, Stupid, Love del otro día, y la otra, Cowboy de medianoche, esta tarde. La película de Schelesinger es un clásico incontestable al que hace años le debía una revisión. Tantos años que su carátula todavía conservaba su delgadísima funda de celofán, con un precio desorbitado pegado por detrás que me ha hecho recordar los viejos tiempos de su compra, de cuando empezaron a venderse los DVDs en El Corte Inglés de León como una novedad ultratecnológica de los tiempos modernos, y a los dependientes se les escapaba la risa tonta cuando te cobraban en caja, sorprendidos de que algunos imbéciles, en esta ciudad de curas y paletos, de militares y gentes de paso, siguieran picando en la estafa abusiva de sus precios. Desde aquel tiempo delictivo dormía su sueño, el DVD de Cowboy de medianoche, en grave pecado de tardanza que aquí mismo confieso de rodillas. Y aún pensé, por un momento, antes de que el menú de inicio arrancara en la pantalla del portátil: ¿y si ahora resulta que el disco está escoñado, o defectuoso, o contiene otra película diferente? ¿A quién reclamo yo, tantos años después, sin ticket ni nada, en El Corte Inglés, para seguir con la broma y el cachondeo? 


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Gente en sitios


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El cine es el asunto más serio de mi jornada, casi de mi vida entera, y no puede ser tratado a la ligera. El resto del día viene impuesto, o puede ser improvisado sin consecuencias fatales. La película, en cambio, tiene que ajustarse a mis exigencias, a mis estados de ánimo cambiantes. Lo otro sería la ruina mental, el acabose, el colofón de mierda a una jornada perdida por entero.

La película tiene que coronar la medianoche con el mismo brío de los ciclistas alcanzando la cima del Tourmalet. Las dos horas de la película han de equilibrar, en la balanza, las otras veintidós de tiempo perdido. Antes de embarcarme en la aventura leo las críticas, escruto los repartos, busco referencias del director o del guionista como si estuviera contratándolos para hacer un trabajo. De hecho, ellos trabajan para mí, alquilados durante dos horas en mis propios aposentos, como hacían los antiguos reyes en sus palacios con los músicos o con los bufones. A cambio, yo les sufrago las mansiones, y los cochazos, y las titis despampanantes, con el dinero que me dejo en los canales de pago y en los DVDs del centro comercial, único pagano en esta tierra sodomítica de los gratuiteros sin complejos, que Yahvé no parece condenar.






            Hoy, sin embargo, me he lanzado a la piscina sin haber probado el agua con el dedico, guiado sólo por este título enigmático, Gente en sitios, que viene a ser como una fórmula magistral que resume la vida misma: el devenir azaroso de los humanos, la madeja inextricable de los destinos. Porque la vida es, efectivamente, despojada de adjetivos y de palabrerías, gente en sitios. Gente que nace y mata, gente que construye y destruye, que folla a lo loco o reza el Padrenuestro. Gente en sitios, haciendo cosas. Qué es, si no, esta pesada Navidad, con su barullo de compras y parabienes, de cenas y comilonas: gente en sitios, muchos desubicados del habitual, en casa de la mamá, o del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede poner los cojones encima de su propia mesa La Navidad viene a ser, mayormente, gente fuera de su sitio, y de ahí tanto conflicto, y tanta mala hostia a punto de explotar. Gente en sitios... Me parece cojonuda, la expresión, una cosa enigmática, pura, casi oriental, un haiku... 

    Luego, la verdad, la película no es gran cosa, una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. A veces sonríes, y a veces te rascas la cabeza, desubicado y perplejo. Es difícil saber qué pretendían sus creadores con esta sucesión de surrealismos buñuelanos y tontacas que parecen sacadas de Muchachada Nui. Pero queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpida e impredecible que puede ser la gente. Hay algo muy turbio, muy negro, en Gente en sitios, y eso, en Navidad, aunque sólo para tocar los cojones, siempre se agradece.


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Omar

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Omar, el protagonista de la película Omar, es un panadero palestino que tiene su negocio en el lado israelí de la barrera cisjordana. Pero se ha dejado, ay, a la novia en el otro lado, porque los hebreos, como los soldados de la RDA en Berlín, no le preguntaron a nadie por dónde debía levantarse el muro de hormigón. Nadia, que lleva el nombre bellísimo de las gimnastas, y de las rusas enigmáticas, es una chica a la que Omar no puede renunciar, así que todas las mañanas, después del trabajo, trepa el muro con una cuerda y salta al otro lado para hablar con ella, para besarla castamente, para presentar sus respetos al hermano de la chavala, Tarek, que además es un buen amigo de la infancia.





            Omar, sin embargo, no es una película romántica. Tarek y Omar, junto con otro amigo palestino de los andurriales, conforman una unidad de resistencia que practica el tiro al blanco por las mañanas, y el tiro al soldado israelí por las noches. Una mala tarde, como las de Chiquito de la Calzada, acertarán en el pecho sin chaleco de un soldado, y darán comienzo las persecuciones, las traiciones y las torturas. El director de la función, Hany Abu-Assad, que hace diez años ya rodó una película notable titulada Paradise Now, prefiere no tomar partido ante los hechos. Él coloca a sus personajes en el paisaje y luego les da cuerda para que sigan el derrotero lógico de sus posiciones. Suponemos que él está con la resistencia, claro, con sus compatriotas arrinconados entre el muro y la pobreza, pero no envuelve los discursos en banderas patrióticas, ni en músicas cargantes. Omar no pretende ser Rambo, ni falta que nos hace. Ningún espectador informado puede permanecer equidistante en este conflicto irresoluble, y por eso mismo no necesitamos que nos chisten, que nos subrayen, que nos señalen con el dedo. Se agradece que de vez en cuando nos traten como a espectadores inteligentes. 


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Open windows

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Open windows es un curioso experimento de Nacho Vigalondo. Una apuesta que tal vez hizo con los amigos, o con la productora, para rodar un thriller con varias tramas y personajes que cupiera en la pantalla de un ordenador, a modo de ventanas que se van abriendo y cerrando. 

    Y no le ha salido mal la película, no señor, aunque la parte final, que es curiosamente la que se escapa del artificio, de la ocurrencia, vaga por los caminos más trillados del suspense. Open windows,  despojada de las tramas criminales, es la triste historia de un pajillero que monta una página web en homenaje a su actriz amada, con fotos y vídeos, con noticias y cotilleos, y uno siente que comprende a ese personaje, que se identifica con él, porque muchas veces he pensado que este mismo blog, con su pátina de cinefilia, con su verborrea de gafapasta, no es más que una tapadera, una excusa rebuscada para hablar de mujeres bellísimas y poner fotos suyas a modo de ilustración.




            En realidad, Open windows se desinfla en el mismo momento en que Sasha Grey, la ex-actriz porno, ahora reconvertida en actriz seria, se abre la bata ante la webcam y nos enseña ese bello torso que muchos ya conocíamos de su etapa anterior, de cuando se ganaba los dólares haciendo felices a hombres y mujeres, a veces en entrega individual y a veces formando parte de equipos muy coordinados. Una vez que nuestra curiosidad queda satisfecha, y que comprobamos que Sasha Grey sigue siendo una mujer muy hermosa de complexión juvenil, Open windows baja de voltaje y deja de interesarnos un poquito. Es como esa súbita indolencia que a uno le entra después de eyacular. Uno quisiera hacerle cariñitos postcoitales a la pareja, como quiere, también, prestarle atención a la película de Vigalondo, pero el bajonazo del ánimo está fuera de nuestro control. Son fuerzas hormonales muy poderosas las que en esos momentos toman el control, y nos secuestran las intenciones que nacían, ay, puras y románticas.


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Dos vidas

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En los comienzos de la II Guerra Mundial, a medida que iban conquistando Europa, las tropas alemanas fueron alentadas por Heinrich Himmler y sus científicos raciales a esparcir la semilla aria entre las mujeres conquistadas. El Lebensborn, que era el programa encargado de estimular la reproducción sexual de la raza pura, traspasó las fronteras de Alemania para abrir nuevos mercados promisorios. Himmler empezó a soñar con un Imperio Mundial en el que los rubios se arracimaban como espigas de trigo en el campo...

      Uno de los países donde las SS y los oficiales de la Vehrmacht reafirmaron su afán reproductor fue en Noruega, pues los ideólogos del nazismo tenían a las vikingas del norte por miembros de una raza pura, asimilable a la aria, incontaminada de pueblos morenos y mediterráneos decadentes. Allí, en el país de los fiordos, los alemanes establecieron varios lebensborn que eran guarderías donde los niños nacidos del experimento eran acogidos y criados, bajo estricta supervisión de los pediatras y las matronas.





            El sueño ario de Noruega apenas duró un lustro. Previendo la derrota militar, los alemanes trasladaron los lebensborn noruegos al suelo patrio, para no perder la cosecha recogida. Después de 1945, cuando se hicieron mayores, la mayoría de estos niños abandonaron el orfanato pensando que eran alemanes de pura cepa, hijos de soldados caídos en combate, o de madres que perecieron en los bombardeos aliados. Sólo unos pocos, y unas pocas, que tuvieron acceso a archivos secretos, o que fueron advertidos por sus antiguas niñeras, llegaron a saber que en realidad habían nacido en otro país, de madres que tuvieron que desprenderse de ellos a la fuerza, y que luego vivieron con el estigma de haber procreado con el invasor. Un dramón de hijas perdidas y madres arrepentidas que haría las delicias de una TV movie de Antena 3, pero que sin embargo, porque está bien escrito, y bien interpretado, y sólo cursilea los justito, vertebra esta notable película de hoy, Dos vidas

     Dos vidas es un lío del copón -aunque muy bien contado, eso sí- en el que caben nazis retorcidos, comunistas muy malos y mataharis arias de una belleza incuestionable. Y todo ello en el marco incomparable de  un pueblo de los fiordos en el que uno, de ser millonario, y de manejarse bien con el inglés, se perdería alegremente para siempre, muy lejos de las gentes conocidas, y de las gentes por conocer, a miles de kilómetros de la mugre patria. Con una antena parabólica, eso sí, para seguir la liga española, que la noruega, por muy civilizados que estén estos nórdicos, no da para mucho. O quizá por eso. 

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Starbuck

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Starbuck cuenta la historia de un masturbador compulsivo -y quién no lo fue, a ciertas edades- que decide, para ganarse unos dólares canadienses, en lo más florido de su juventud, y de su vigor sexual, hacerse donante de semen en una clínica de fertilidad. Para qué desperdiciar gratuitamente un líquido que la ciencia tiene por tan valioso y productivo. 

Años después, nuestro donante -que se ha convertido en un tipo calamitoso de barriga cervecera- descubrirá que la clínica de fertilidad, debido a un error administrativo, ha usado su semen para satisfacer los instintos maternales de más de 500 mujeres. Media juventud de Montreal pasea sus genes por las aulas de la universidad, y por los garitos de moda, y por las líneas más populosas del metro. Rubios y morenas, obesos y deportistas, heterosexuales y homosexuales, ejemplos a seguir y escorias de la sociedad... Las combinaciones genéticas, siempre azarosas, han creado una fauna de personajes que ahora Starbuck desea conocer y apadrinar en la medida de lo posible, con su gran corazón de padrazo y su tontuna de cuarentón decadente. Nuestro héroe se ha convertido en el nuevo Gengis Khan de las estepas canadienses, porque el mogol también repartió su simiente entre cientos de mujeres, aunque él disfrutara, eso sí, del contacto carnal bajo las yurtas, y no del frío borde de un vasito desprecintado.  




    Varias personas me habían recomendado esta película, y ahora caigo en la cuenta de que ninguna de ellas me conoce bien: conocidos de paso, amistades periféricas, coleguillas del café... Porque la película exuda buenas intenciones, nobles sentimientos, músicas de violín en los encuentros paterno-filiales. Y esas cosas, los que me conocen de verdad, saben que me producen urticaria, y me ponen enfermo, y me joden la velada que uno venía soñando desde las ocho de la mañana. Starbuck es una celebración de la paternidad, una exaltación de la procreación, una película que los vaticanistas -aunque los 500 retoños provengan del pecado onanista-, recomiendan a sus parroquianos como ejemplo de fecundidad cristiana. Starbuck ama a sus hijos con tanto sentimiento porque no convive con ellos, porque legalmente no está obligado a nada, porque coleguea con ellos un rato y luego regresa a su apartamento cochambroso, a beber cervezas y a ver el fútbol por la tele. Así cualquiera. 

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Sidney

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Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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Cruce de destinos

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Cruce de destinos es el intento fallido de Ricky Gervais y Stephen Merchant por demostrar que también pueden hacer películas "dramáticas". Ellos, que son dos humoristas geniales, dos santos con altar propio en este blog, se nos han puesto muy ñoños, muy blanditos, con una historia que no resiste media hora en el sofá sin que nazca la tentación de darle al stop. 

   En este resbalón fílmico, tres chavales crecidos en el proletariado británico se abren como polluelos a la vida, al amor, a las primeras esclavitudes del trabajo. Así contada, Cruce de destinos parece una película de Ken Loach, con sus izquierdistas y sus juventudes rebeldes afiliándose al sindicato laborista. Pero estamos en otra aventura, en otra dimensión de la realidad. Cruce de destinos es más bien un british western que hubiese firmado Sergio Leone: “El responsable, el pendenciero, y el tonto del culo”. Un trío de muchachos que en estas películas de la juventud rebelde ya se han convertido en tópico, en recurso facilón, como los threesomes de las páginas pornográficas. Uno que filosofa, otro que pega las hostias, y el tercero que cuenta los chistes de coños y pollas. Los diálogos son sonrojantes, los colores pastelosos, la música para asesinar a quien decidió subrayar con ella los sentimientos. Cruce de destinos sería una TV movie de Antena 3 si no fuera porque de vez en cuando, para bajar un poco las importancias, Gervais y Merchant introducen momentos de humor que rompen la gazmoñería. Pero es un humor zafio, impropio de ellos, como inspirados en el Supersalidos de Greg Mottola, pero sin actores como Jonah Hill ni Michael Cera dándose la réplica. Ni descubrimientos como McLovin, comprándose los whiskies.


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