Viva la libertá

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En Viva la libertá, Enrico Oliveri, que es el ficticio líder de la oposición italiana, sufre una crisis personal que lo llevará a desaparecer de la escena para refugiarse en París, de incógnito, en el apartamento de una ex amante de la juventud. Enrico, que es un político de la izquierda derrotada y derrotista, ya no sabe qué prometerles a sus votantes. Su propio discurso le suena cansino y apagado. Habla ante las multitudes o ante los miembros del partido y se le olvidan las palabras, o se le apaga la voz, desengañado de sus propios argumentos. Enrico, que ya peina canas y no tiene ni un pelo de tonto, sabe que la realidad es terca, que los votantes son volubles, que la izquierda que él representa está cargada de razones morales pero está condenada al fracaso, porque en Italia siguen mandando los curas, los banqueros, los berlusconis que siempre han sido y serán.





            Para que la opinión pública no sepa que este hombre ha desaparecido sin dejar rastro, sus colaboradores deciden llamar a su hermano gemelo para que lo suplante en las apariciones públicas, al menos durante unos días, hasta que se les ocurra una solución mejor. Giovanni, el hermano, acaba de salir del hospital psiquiátrico, y sufre un trastorno bipolar que trata con antipsicóticos. Aquí la película cobra vida, e interés, pues ya me estaba quedando dormido en el sofá. Giovanni, en su primera comparecencia ante los medios, dice varias cosas muy bien dichas, sentencias de sentido común que no son ni de izquierdas ni de derechas, sino la respuesta honrada y cabal a las necesidades reales de la gente trabajadora, parada, subcontratada, pensionada, explotada, marginada. Aunque luego muchos de ellos -alineados, engañados, estupidizados- voten alegremente por el partido de los ricos. Uno piensa, en ese momento de la película, que Viva la libertá va a convertirse en una soflama política de mucha enjundia y mucha actualidad. Pero las intenciones de Roberto Andó, guionista y director de la función, son muy diferentes. A diferencia de sus espectadores concienciados, él prefiere centrarse en los relatos íntimos y románticos. Cuando más interesante se pone la historia política del hermano loco, él decide llevarnos a París, a la ciudad del amor, para que conozcamos -y qué cojones nos importa- el pasado sentimental de Enrico el desertor. Para melancolías del amor ya tenemos otras películas, y otras obras poéticas.

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