La mujer de rojo

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Este vicio pueril de ver películas horribles sólo porque la actriz de turno está más buena que el pan empezó, creo recordar, con La mujer de rojo, allá por las navidades del año ochenta y tantos. Antes de ver a Kelly LeBrock en la enorme pantalla del cine Emperador, mis amigos y yo nos habíamos enamorado de ella en los afiches de los Próximos Estrenos, y en los tráilers que pasaban continuamente por la televisión. Allí aparecía una mujer nunca vista por estos lares, perfecta en el rostro y en el body, la anglosajona perfecta que jamás veríamos por las calles frías del villorrio. La banda sonora de Stevie Wonder, que sonaba a todas horas en Los 40 Principales, nos hacía cierta gracia, pero no mucha, y sólo tarareábamos los estribillos más reconocibles en nuestro inglés macarrónico del instituto. Ai yast col tusei ailobiu, y fonéticas así, cantábamos.... 

    Nosotros fuimos al cine para ver a Kelly LeBrock, no para escuchar las canciones de Stevie Wonder en el caldo audiovisual donde fueron cocidas. Kelly era la estrella fulgurante del momento, la tía más buena del planeta, el sueño erótico de cualquier heterosexual criado bajo el yugo estético del imperio americano. Con un poco de suerte, si ella perseveraba en el oficio, y nosotros manteníamos la devoción, la señorita LeBrock se convertiría en el mito erótico de nuestra adolescencia entera y venidera. Ella reunía todas las bellezas necesarias para erigirse en nuestra diosa, en nuestra musa, en nuestra referencia definitiva para estos asuntos de la privacidad, como nuestros mayores se quedaron colgados de Sofía Loren, o de Ann Margret. Fuimos al cine para venerarla como a una virgen carente de virginidad, pues de rojo diabólico y fueguino vestía. 


 


         Luego resultó que Kelly LeBrock no salía gran cosa en la película, apenas tres apariciones en las que enseñaba piernaza y algún esbozo castísimo de su silueta pectoral. Ese malvado de Gene Wilder, que tenía pinta de ser un imbécil integral también fuera de los platós, había utilizado a nuestra amada como reclamo publicitario para hacer sus patochadas de caídas grotescas. Kelly LeBrock había sido reducida a un macguffin, a un instrumento, a un medio divino para la consecución de un fin terrenal. Un crimen, y un pecado, y una sinvergonzonería. Nunca más volvimos a ver una película dirigida o protagonizada por este panoli del pelo rizoso y la mirada licuada. 

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