Dead Man's Shoes

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Molan mucho, hay que confesarlo, las películas de vengadores solitarios, como esta Dead Man's Shoes que un amigote me recomendó en buena hora. La represalia paramilitar de Paddy Considine es como un Kill Bill a la británica, con justiciero de impermeable verde oliva y tomatina de hampones que podría haber servido para completar la cuarta parte de Pusher, la pirotecnia sanguinolenta de Nicolas Winding Refn. No es que a uno le parezcan éticamente aceptables estos pasotes de violencia, pero las películas, como artefactos ilusorios, sirven para sublimar nuestras inclinaciones, para dar salida a los impulsos salvajes que el antropoide interior sigue cocinando en nuestra cueva. Mejor desfogarse aquí, en el sofá, ajusticiando hologramas que son pura mentira, que allá en la calle, entre los paisanos del pueblo, que podrían partirle a uno la cara de un sólo guantazo, con esas manos callosas que tienen de tanto recoger las patatas y las lechugas. 





            Si ayer mismo, a propósito de Compliance, afirmé que todos albergábamos bajo la piel a un estúpido, o a un cobarde, o a un mezquino, tengo que añadir a la lista de seres estupendos un troglodita vengador que siempre camina armado con su cachiporra, dispuesto a restablecer el orden natural de las cosas. Quienes afirman no ser rencorosos sólo practican un tipo diferente de venganza, la pasiva, la no violenta, la que proviene de su desdén absoluto, de su hiriente indiferencia. Los Paulo Coelhos del mundo que predican el amor universal tienen, en realidad, el alma podrida de altanería y vanidad. Son peores que nosotros, diría yo, los australopitecos que nunca les leemos, porque el deseo de venganza es una cosa buena y natural, que arregla no pocos desaguisados, y mantiene a raya las fuerzas del mal. Hay tipejos  del día a día que, o los pones en su sitio, o te hacen la vida imposible. Otra cosa es, por supuesto, que uno, civilizado, habitante occidental del siglo XXI, vaya por ahí soltándole una hostia al primer mentecato que se lo merezca. Uno sabe que la venganza, puesta en marcha, se convierte en una espiral de desagravios que no deja de subir hasta que uno de los combatientes se despeña. Incluso los seres humanos menos evolucionados somos capaces de hacer estos cálculos, de mantener templada la ira que a veces nos sulfura las entrañas. Nosotros, con nuestros defectos, también velamos por un mundo mejor. Nuestra amoralidad no es sinónimo de barbarie.

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