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Había leído en
algún sitio que Guerras Sucias era un
documental con grandes revelaciones sobre las acciones secretas del ejército
estadounidense. Jeremy Scahill es un periodista de investigación que se juega el
pellejo en las guerras más peligrosas, y prometía dejarnos patidifusos con sus
pesquisas sobre el JOSC (Joint Special Operations Command), un secretísimo
cuerpo de élite que desayuna Navy Seals por la mañana y usa a los Rangers de
mayordomos en sus campamentos. Unos soldados de la hostia que se
dedican a realizar acciones encubiertas por todo el mundo, fulgurantes y
silenciosas. En sus mapas no existen las fronteras ni los acuerdos
internacionales. Tampoco los límites morales: son capaces de asesinar a una pandilla de
adolescentes sólo porque en ella va el hijo de un muyahidín, o de cargarse a
dos mujeres embarazadas en las montañas de Afganistán porque comparten tienda con el hombre
objetivo. Para qué hacer distingos, si con la misma bomba, o con la misma
ráfaga de metralleta, podemos acabar antes para subirnos al helicóptero y ver
la Superbowl vía satélite.
El problema de Guerras Sucias es que todo esto ya lo
sabíamos o lo sospechábamos. Es como si repitiéramos curso por segunda vez. No es ningún
secreto que los americanos son los dueños del mundo, los macarras del barrio,
los chulos de la fiesta, y que siempre hacen lo que les viene en gana. Y que si
alguien protesta y les pone un petardo bajo la ventana, pronto recibe la visita
de unos matones superentrenados que llevan trajes de un millón de dólares y son
capaces de arrancarte la cabeza de un pollazo. Scahill nos cree ignorantes de
una verdad que hasta los más lerdos ya conocen. Nos pone músicas, nos enseña crímenes, nos señala
a los responsables con el dedo. "¡Indignaos!", parece gritar. Pero los espectadores
ya estamos hartos de indignarnos. No sirve para nada. Sólo queremos que nos
entretengan, y que nos dejen tranquilos. A Scahill le agradecemos el esfuerzo y
la valentía, pero nos hemos quedado como estábamos. Se ha jugado el pellejo en
esos países misérrimos para nada.
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