Shutter Island

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Uno, de adolescente, en los viajes más disparatados de la imaginación, a veces pensaba que la vida era un teatrillo montado por mis conocidos, Como aquel show televisivo que inventaron para el bueno de Truman, o como este sainete de psicópatas que le montan a Leonardo DiCaprio en Shutter Island. En mis largos períodos de aburrimiento, derrotado sobre los libros de textos gordísimos del bachillerato, yo salía flotando del mundo real e imaginaba otro, también verosímil, en el que un actor hacía de mi padre, una actriz de mi madre, y una niña que era actriz prodigio, de mi hermana. Imaginaba que alguien les pagaba por interpretar sus papeles cuando yo estaba presente, y que cuando desaparecía en el colegio, o en los partidos de fútbol, ellos regresaban a sus vidas reales para gastarse el sueldo y mantener a sus parientes verdaderos. Lo mismo pensaba yo de mis compañeros o de mis profesores: que eran actores que fingían estar allí haciendo exámenes, y explicando temarios, y proporcionándome enseñanzas y experiencias, pero que luego, cuando yo regresaba a casa, asistían a una escuela de verdad con notas verdaderas y castigos no fingidos. 



            Mi fantasía, que es anterior a las películas que luego me la recordaron,  no era ser protagonista de un programa televisivo con cámara oculta, ni estar encerrado de remate en el psiquiátrico perdido. Yo era un caso muy especial, muy secreto: un proyecto del gobierno, un experimento científico, un expediente X de los adolescentes de mi tiempo. Un bicho raro al que habían construido un entorno normal, con familia de suburbio, colegio de aluvión y amiguetes de andar por casa. Científicos camuflados entre el profesorado y el vecindario -tal vez el kiosquero de la esquina, o el viejo cascarrabias que se quejaba de los balonazos- hacían periódicos informes de mi comportamiento que luego enviaban a Madrid, o a Houston, para que los psicólogos de bata blanca evaluaran mis progresos adaptativos. Mi excepcionalidad, según el humor con el que yo urdiera la ensoñación, podía ser una tara genética, una procedencia alienígena, una configuración aberrante de la estructura cerebral. Un muchacho único sobre el que la ciencia terrícola había posado sus ojos curiosos, y sus instrumentos de medición más precisos. Así era como yo, el adolescente más gris de Invernalia, el más tímido con las chicas, el más apagado de las fiestas, el más  insustancial de las anécdotas, le daba de comer a su raquítica megalomanía.




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