Treme. Temporada 3

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A mí, que soy un español de la meseta, que sólo viajo a la playa cercana para mojarme el culo los veranos, no se me ha perdido nada en Nueva Orleans, que está a un océano de distancia, y a otro océano más ancho de tradición. Sin embargo, como si yo fuera un americano más de la Luisiana, sigo las andanzas de estos personajes de Treme con un interés que sigue muy vivo en la tercera temporada. Yo no toco en una banda de jazz ni soy chef en un restaurante. No regento un garito nocturno ni pesco crustáceos con los vietnamitas. No doy conciertos con el violín ni investigo corruptelas policiales. No diseño trajes para el carnaval ni escribo una ópera-jazz sobre las desgracias que provocó el Katrina. No podría identificarme con la peripecia vital de ninguno de estos personajes, pero asisto al desarrollo de sus vidas -o más bien a la reconstrucción de sus vidas- con la extraña sensación de que son vecinos míos de toda la vida. Me resultan más cercanos que la mayoría de mis familiares o mis vecinos. No sé si es la magia de los guiones, que es capaz de hacer universales unas preocupaciones que en principio eran muy particulares, o si soy yo, que me encuentro más cómodo en las relaciones a larga distancia que toreando las más próximas y calientes. 

    Sea como sea, me encuentro bien entre estas gentes que un buen día me presentó David Simon. Durante el día me interesan sus trabajos y sus cuitas, y por la noche, cuando abarrotan los locales, bailo con ellos al son de la música que es el alma de la ciudad, y el alma de la serie. Conozco mejor el espíritu de Nueva Orleans que el espíritu de esta ciudad norteña que ahora me acoge. Sé más del Mardi Grass que de la Noche Templaria, por poner un ejemplo. Me interesa más el jazz que la música vernácula; más el huracán Katrina que el desbordamiento probable del río Sil. Vivo encerrado entre cuatro paredes y sólo me interesa lo que ponen por la tele. Lo que yo mismo me administro por la tele. Si un día me trasladaran a un pueblo de los Monegros, llevaría exactamente la misma que ahora llevo. Sólo cambiaría el paisaje que me rodea cuando salgo a pasear, y el acento de las gentes que saludo. Vería el mismo fútbol, el mismo billar, las mismas películas. Me acogerían cuatro paredes distintas, pero cuatro paredes al fin y al cabo.





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