No. El plebiscito de Pinochet

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En 1988, un dictador chileno de cuyo nombre no quiero acordarme se sometió al veredicto de las urnas para concederse unos años más de poder. ¿Un gesto democrático de quien había asesinado a los demócratas verdaderos? Por supuesto que no. El innombrable del bigote era un megalómano convencido de su misión mesiánica. ¿Qué tendrán los bigotes, chilenos o españoles, soviéticos o teutones, que a todos los chalados les confieren el convencimiento de un alto destino?

    NO es la película de Pablo Larraín que cuenta los intríngulis de aquella campaña electoral. De cómo los enemigos del orden contrataron a un publicista que les llevó por el buen camino de la victoria. Un profesional del asunto que supo diferenciar el contenido del continente, la letra de la música. Nada de denuncias, de testimonios llorosos, de retratos conmovedores en blanco y negro. Alegría y desparpajo, juventud y soniquetes. Puro marketing... ¿Un milagro? No. Si alguien vive en el secreto de que la gente es básicamente estúpida y poco analítica, ése es el sociólogo, el demógrafo, el estadístico. Y el publicista, claro, que vive de aprovechar esa estupidez esencial para colocar sus productos.

    Saavedra, el gurú de los demócratas, sabía que la gente, el pueblo llano, el votante robótico, tiene más miedo que vergüenza, más desmemoria que corazón. El votante chileno, con la bonanza económica, enfrentado a la tesitura de hacer justicia o de comprarse un televisor más grande, se iba a quedar, sin duda, con la tele. Ellos, las gentes de bien, las gentes de orden, las clases medias y acomodadas, no tenían culpa de los desmanes militares, y además ahora se vivía mucho mejor, con más paz en las calles y menos hippies fumando porros. René Saavedra sabía que a ese votante había que pintarle la utopía democrática con vívidos colores y músicas pegadizas. Y tías buenas enseñando el escote. Convencerle de que más allá de Pinochet existía un mundo donde las rubias anglosajonas meneaban las tetas y zarandeaban el culo. Donde no llegaba la pedagogía ni el pensamiento crítico, tenía que llegar el engaño. No había que razonar con el votante: había que embaucarle como a un niño tonto. Dejado a su libre albedrío, no iba a distinguir a un demócrata clandestino de un torturador con charreteras. Había que guiarle con una estrategia primaria y sencilla. Alcanzar el fin honroso del NO con el medio deleznable de la publicidad.


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Alps

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La costumbre de suplantar con un actor a quien acaba de fallecer va camino de convertirse en todo un subgénero de las películas. Y quién sabe si de la vida real, dentro de unos años... La primera vez que vimos algo así fue en Familia, aquella película en la que Juan Luis Galiardo contrataba a  un batallón de actores -cuñado incluido- para no celebrar en solitario su cumpleaños de cincuentón. Lo que no quedaba muy claro, o yo no recuerdomuy bien, si el tío andaba de rodríguez y se daba un capricho estrafalario, o si era un divorciado melancólico que echaba de menos los viejos tiempos de las discusiones y los gritos. Es difícil de recordar: el recuerdo de Elena Anaya, inaugural y primigenia, difumina cualquier acercamiento a Familia que se haga con la ayuda simple de la memoria. 

Giorgos Lanthimos, el director griego de aquella astracanada hipnotizante que fue Canino, retoma este subgénero de las sustituciones en Alps. Alps es el nombre de una secta de jamados que se dedican a suplantar por horas a los recientemente fallecidos. Gracias a una enfermera que trabaja en el hospital, contactan con los familiares desolados para ofrecerles sus servicios y aliviarles la pena. Estos actores y actrices, que cobran por horas de servicio, son como profesores de apoyo que se visten con las ropas del muerto, y recrean escenas y diálogos de la antigua vida cotidiana. Si toca conversación a la hora del desayuno, pues conversación; y si hay que echar un polvete como los de antaño, pues se echa. 

Contada así, parecería que Alps es una tragicomedia de gran sustancia y profunda reflexión antropológica. Ocurre, sin embargo, que uno tarda muchos minutos en comprender esta trama fundamental, y cuando llega a la orilla, y planta los pies en tierra firme, nuevos terremotos de giros extraños y conversaciones fallidas te devuelven al mareo de un espectador sin biodramina. Hace años, en el esplendor herbáceo de mi juventud, yo disfrutaba mucho con estas películas herméticas y bizarras, que se iban mostrando pieza a pieza, como los puzzles de los concursos. Pero uno va perdiendo las neuronas, las paciencias, las atenciones indispensables, y todo lo que no sea un guión de sopitas y buen vino se atraganta en el intelecto y ya produce malas digestiones. 




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Érase una vez en Anatolia

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Turquía es un país ignoto del que hemos ido aprendiendo los rudimentos gracias a ese programa educativo que es Españoles por el mundo. Escuchando a los intrépidos compatriotas que fueron allí persiguiendo el trabajo o la pasión turca, conocemos el Gran Bazar como si fuera el mercadillo de nuestro pueblo, y la mezquita de Santa Sofía con más detalle que la catedral de nuestra propia ciudad -a la que nunca entramos por no bailarle el agua a los curas. Sabemos, además, por los libros de historia, que los turcos fueron aguerridos enemigos en Lepanto, y que asolaron el mar Mediterráneo con su flota poderosa. Que construyeron un Imperio Otomano que duró siglos y subyugó a decenas de pueblos limítrofes. Ellos provocaron la muerte de Elisabeta de Valaquia y la conversión en Drácula de Vlad el Empalador...
 
            Hay que decir, de todos modos, que nuestro conocimiento general de Turquía se limita a lo que sucede en Estambul y alrededores. De lo que ocurre en el resto de Anatolia sólo nos llegan los hallazgos arqueológicos, y los conflictos étnicos con los kurdos. Las pequeñas ciudades de Turquía y su mundo agropecuario son mundos secretos que sólo se atisban desde Google Earth, como una adivinanza etnográfica y económica vista desde las nubes. Es por eso que uno, cuando escuchó el título de esta afamada película, Érase una vez en Anatolia, decidió reservarle un horario de prime time en la programación semanal de las películas. Resultó ser una película extraña, hermética, tan árida y pedregosa como el paisaje de los montes donde se masca la tragedia. El asesinato de un lugareño y la búsqueda interminable de su cuerpo son los mcguffins de los que se sirve este director, Nuri Bilge Ceylan, para contarnos que esta mierda de crisis es más o menos la misma en todo el Mediterráneo.

Hablamos de la crisis económica, por supuesto, que obliga a policías y forenses a trabajar con unos medios técnicos irrisorios, a cambio de unos sueldos que se presumen, por lo que se desliza en los diálogos, casi de subsistencia. Y hablamos también, cómo no, de la otra crisis, la primordial y más sangrante: la existencial de las almas, que es la misma en todo el mundo, e igual de deprimente cuando se cumplen los cuarenta años. Érase una vez en Anatolia viene a ser -despojada de la trama criminal y de las cuitas de los policías- la constatación de que los cuarentones turcos, como los cuarentones españoles, también viven instalados en la tristeza, demasiado mayores para las jóvenes hermosas, y ya cínicos incurables de su propio oficio.





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Headhunters

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Cuando aposento mis reales para ver una película rodada en Escandinavia, tengo la esperanza de ver, además de un buen entretenimiento, una sociedad que funcione mucho mejor que esta nuestra de la triste Iberia. Quiero soñar con el paisaje urbano de las ciudades nórdicas, siempre envueltas en la niebla, y con termómetros que jamás pasan de los 25 grados; soñar con autobuses que siempre llegan a su hora, y gentes que pedalean por carriles bici interminables y despejados. Con cafeterías donde reina el silencio de los televisores apagados, de las conversaciones sostenidas a media voz; donde asi puedes oír el roce de las páginas del periódico, de la crepitación del azúcar derritiéndose en la crema. Lo más parecido que ha inventado el hombre al paraíso... 

         Luego, cuando las peripecias argumentales nos trasladan a los verdes campos, uno descubre que hasta las vacas escandinavas son más civilizadas que las nuestras, pues todas cagan en el sitio que tienen asignado dentro de los establos pintados de colorines. El Paraíso no estaba ubicado en Mesopotamia, como se nos cuenta en la Biblia, tan errática en los asuntos históricos como en los geográficos. Entre el Tigris y el Éufrates el sol te cuece las ideas, y la arena del desierto se te cuela por la nariz. No; los teólogos heterodoxos saben que el verdadero Edén estaba situado en Europa, hacia el norte, en la tierra de los bárbaros. Adán era un chicarrón del norte que construía cabañas de madera y Eva una rubiaza que quitaba el hipo y derretía los hielos con su desnudez. Esta Eva nórdica -la verdadera, la fetén- debía de parecerse mucho a la mujeraza que actúa en esta película noruega titulada Headhunters. De esta valquiria sólo sabemos que se llama Synnøve Macody Lund, y que mide un metro ochenta y tres de altura. Y que es una mujer de padre y muy señor mío. El resto de su biografía permanece oculta entre las nieblas de las tierras vikingas. Es como si Synnøve saliera de la taiga ancestral sólo para rodar sus escenas y luego regresara a lo frondoso, mujer misteriosa, quizá semidiosa, Asynjur de los bosques. 

Synnøve es tan hermosa, tan apabullante, tan inadjetivable, que sólo haría el ridículo tratando de describirla. El diccionario del castellano se queda muy corto en estos casos. Cesen aquí, pues, mis escrituras. Porque no hay, tampoco, gran cosa que contar sobre Headhunters. Y mucho menos cuando Synnøve no está. Ladrones simpáticos que roban obras de arte y ejecutivos desalmados que anteponen los fines a los medios. Un thriller posmoderno que alterna la gracia con el gore, la intriga con las vísceras. Un entretenimiento notable en el que, para mi desdicha, nada se nos deja ver de Oslo y su avanzada sociedad, pues la trama transcurre en el interior de sofisticados hogares y modernísimas oficinas. 



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Frenesí

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Hace unas semanas, después de conocer al Hitchcock más lúbrico e iracundo -y más destestable- en la película The Girl, releí en el libro de Donald Spoto sus últimas peripecias antes de abandonar este mundo. Allí se habla de un Hitchcock cada vez más gordo, más alcohólico, más alejado del planeta de sus semejantes, que siempre tuvo por un lugar aterrador o poco edificante. No salgas a la calle cuando hay gente, cantaron años después los Golpes Bajos... El biógrafo pasa de puntillas por las últimas películas del maestro, que considera decadentes y poco inspiradas. Todas excepto una: Frenesí. De ella escribe el señor Spoto adjetivos tan tentadores que uno, por curiosidad, por devoción cinéfila, se ha visto obligado a reservarle un hueco en la programación.

Y he decir que no era para tanto, el alborozo del señor Spoto. Una vez más he sido engañado por el pope de turno, que se llena la boca de clasicismos como un niño gordo con pastelillos de chocolate. Se pongan como se pongan los líderes de opinión, muchas películas de Alfred Hitchcock se han quedado viejas o revenidas. No les niego la pericia, la artesanía, la huella indeleble que en su tiempo dejaron entre los espectadores. No les niego el título honorífico de pioneras en estos enredos de los crímenes escabrosos y los perturbados emocionales. Pero sólo un puñado de ellas permanecen tan frescas como el primer día. La ventana indiscreta, y Vértigo, que no hablan realmente de un crimen, sino de la obsesión eterna de los hombres por las mujeres rubias. Y Psicosis, que posee algo enfermizo y viscoso que trasciende las décadas y las modas. Y Encadenados, en mi corazón, que guarda ese aura de los años 40 con actores de tronío y guiones milimetrados. Lo demás ha sucumbido a los años, a los plagios, a la melancolía de Ozymandias.

Los trucos narrativos de Frenesí ya no sorprenden a nadie. Cualquier espectador del siglo XXI está capacitado para adivinar la resolución de todas sus escenas. Sin emoción ni sorpresa, uno persevera en la película por el valor histórico, por el respeto debido, por la inercia cinéfaga de estas noches laborales y bostezantes. Ni siquiera las tetas y los culos -que en Frenesí asoman de vez en cuando, y que en 1972 debieron suponer un escándalo mayúsculo- le sacan a uno de su actitud interesada pero distante. Estas carnes no eran estrictamente necesarias para el desarrollo de la historia, pero se ve que el viejo Hitch ya tenía ganas de desnudar a un par de rubias en la pantalla. Quizá por eso se vino a Inglaterra a rodar Frenesí, aprovechando que sus compatriotas son más tolerantes que  los yanquis, y que el Támesis, como el Pisuerga, ya no pasaba por Nueva York. 




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The Deep Blue Sea

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Del cine de Terence Davies hablan cosas tan eruditas en los ateneos de postín, que uno, desde su insignificancia paleta, desde su escaso andamiaje artístico, no se atreve casi a disentir. Seré yo, y no la película, piensa uno. Será una tara, una deficiencia, una falta de vitaminas. Un aminoácido que escasea o una hormona que se multiplica sin control. Algo orgánico, involuntario en cualquier caso, que me impide paladear este cine de alta cocina y plato cuadrado. Pero sé que es falso. Es un razonamiento cobarde que sólo busca quedar bien con la crítica oficial, con el canon establecido. No existen las buenas o las malas películas: sólo las películas que a uno le gustan o que no. Para millones de mujeres de este país, y de otros parecidos, Pretty Woman es la obra cumbre del cine norteamericano, y nadie podrá convencerlas jamás de lo contrario. Para millones de hombres que sólo gustan del western o de las hazañas bélicas, las demás películas son sentimentalismos o mariconadas de las que pueden prescindir sin graves consecuencias para su intelecto. Y quién de entre nosotros se atrevería a bajar al barro para convencerles de lo contrario... 

Algo parecido pensarán de mí los que han llenado páginas ensalzando la última película de Terence Davies, The Deep Blue Sea. Mientras ellos hablan del amor que arrasa el alma y de la soledad que invade el ánimo, yo sólo veo a una mujer que ha experimentado tardíamente su primer orgasmo y que ya no sabe si quedarse con el marido que la quiere pero no la toca, o con el amante que la ignora pero le arranca gemidos de placer. Toda una dicotomía que a los veinte minutos de película se estanca y ya no progresa. El resto es decorado, floritura, musiquillas... Exhibición física y artística de esa mujeraza que las diosas modelaron a su imagen y semejanza para educarnos el gusto y consolarnos la mirada. Uno persevera en The Deep Blue Sea sólo porque es Rachel Weisz la que duda en su habituación, o vaga por las calles lamentando su destino. Sólo por ella aguanta uno los paréntesis y los vacíos. Es el amor, y no la cinefilia, la que me lleva a buen puerto y no me deja naufragar. Es la belleza de una mujer, y no la pericia de un hombre. Es la actriz, y no la película. Es Rachel, y no Terence. Rachel, Rachel... Como en aquella película de Paul Newman.




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Election

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El sexo se va filtrando poco a poco en las películas que comparto con mi hijo. A medida que él va sumando años -y que yo los voy multiplicando- los personajes de la pantalla también se van haciendo mayores, maduros, sexuados. Por mucho cuidado que uno ponga en estos asuntos, la propia deriva de nuestra cinefilia nos lleva a estas playas donde las chicas y los chicos ya retozan semidesnudos y se esconden entre los árboles. El lejano rumor del erotismo se ha convertido en agua que repiquetea sobre nuestro tejado. Ha llegado el tiempo de los primeros torsos femeninos, de las primeros chistes inequívocos, de los primeros actos eróticos que mezclan los ropajes con las pieles. Qué lejos nos quedan ya el Pato Donald y Buzz  Lightyear, los Power Rangers y los amigos de Pikachu...


 

            De vez en cuando, en el desarrollo de una comedia, o en el reposo de una batalla, una pareja de amantes inicia el ritual del desnudo, y se regala arrumacos en decúbito prono y supino. Mientras les dura el arrebato sexual, un silencio espeso se adueña de nuestro salón, y los chuic-chuic de los besos y los mmms-mmms de los retozos resuenan amplificados e incómodos. El retoño no se corta y protesta: " a ver si acaban", o "vaya rollo", o "dale p'alante con el mando". Cosas así. Con sus amigos se partiría el culo de risa y no le quitaría ojo a la pantalla. Conmigo se rasca una pierna o aprovecha para darle un tiento a la lata de refresco. Yo, por mi lado, me concentro en la pantalla y trato de sonreír como un padre moderno y liberal. Pero soy consciente de que me sale una sonrisa de estúpido, de hombre culpable pillado en falta. 

         Otras veces -las peores- el erotismo que yo recordaba inocente se muestra en realidad atrevido e inflamado, y maldigo mi falta de previsión o mi falta de memoria. El diablillo de mi hombro izquierdo me recuerda que son asuntos naturales de la vida, recorridos obligatorios en esta tarea de ser padre. Pero el angelito del hombro derecho, que es el gusanillo de la conciencia, me reprende por dar lugar a estos momentos embarazosos, en los que una chica, por ejemplo, como hoy en Election, se agacha ante su novio y desaparece por el lado inferior de la pantalla mientras el maromo pone cara de imbécil y empieza a sonreír... No se ve la mamada, pero, es obviamente, una mamada. Una que yo no recordaba después de haber visto la película tres veces. Una felación que sólo se sugiere y se deja a la imaginación de cada cual, pero que resulta sorprendente en una película que no viene recomendada para menores de trece años, por mucho que los trece años de ahora valgan tanto como los veintiséis tacos de entonces. El retoño y yo nos hemos quedado de piedra durante esos segundos interminables. Luego, al final de la película, nos hemos felicitado por el buen desarrollo de la función, pues Election es una comedia modélica que ya anticipaba el talento sarcástico de Alexander Payne. Pero ninguno de nosotros mencionó, y nunca mencionará, el asunto de la mamada. Ahí estaba, cada vez que cerrábamos los ojos, como un fotograma clavado en el reverso de los párpados. 




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Sangre fácil

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Uno guardaba un mejor recuerdo de Sangre fácil, la película con la que hicieron su debut los hermanos Coen. Hace casi treinta años, dioses míos... Hoy he vuelto a verla en este miniciclo sin calendario que voy dedicando a la entrañable pareja de Minnesotta, y me he quedado frío y descolocado. Lo que yo tenía por un thriller de guión enrevesado y momentos brillantes se ha quedado sólo en lo último: en los momentos brillantes. En un puñado de perlas que los joyeros primerizos no supieron engarzar. Se oyen los coros, una vez más, de aquellos enemigos míos que sostienen que los hermanos Cohen hacen gran cine pero mediocres películas. Nos les daré la razón en voz alta a estos malandrines, porque tengo que mantener el orgullo y la palabra jurada, pero esta vez sí que musitaré alguna maldición por lo bajini. Yo, que guardaba Sangre fácil en el estante de las películas míticas y fundacionales, he tenido que quitarle uno de estos adjetivos pomposos y degradarla al escalón inferior donde esperan su turno las películas que sólo tienen un interés histórico, cinéfilo, de consulta y de nostalgia. Que ya no tienen, ay, la categoría de gran película inaugural de los fines de semana, de acontecimiento festivo en estos viernes laborales del invierno que se recrudece.

Y es que no se puede, para empezar, por mucho que trempe con ella el señor Joel Coen, colocar de femme fatale a una mujer de tan escaso atractivo -aunque una actriz de tan buen hacer- como Frances McDormand. Para que los protagonistas de Sangre fácil pierdan la chaveta de tal modo hay que poner en disputa una hembra de méritos más exuberantes. Mandíbulas como las de Frances, que los celtíberos disculparíamos en la vida real porque ella es rubia y de ojos azules -y eso aquí se pondera mucho- se convierte en foco molesto de nuestras miradas, en naufragio maxilofacial de nuestro enamoramiento. En sumidero anatómico por el que se fugan nuestros ímpetus y nuestras cinefilias. Frances I de Habsburgo, y V de Illionis.




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Las nieves del Kilimanjaro

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Las nieves del Kilimanjaro es una película francesa muy emparentada con Los lunes al sol. Sus protagonistas también son trabajadores despedidos de un astillero, arrastrados por la ola asiática de los bajos salarios y las deslocalizaciones en masa. Aquí, sin embargo, se respira un aire más amable y optimista. Se ve que en Marsella no llueve el mismo sentido del humor que cae sobre Galicia, mucho más negro y sarcástico. Parecen más afables y flemáticos, estos marselleses, quizá porque viven bañados por el sol del Mediterráneo, y eso les amansa y les reconcilia con la vida. Quizá porque nunca han recibido la visita negra del chapapote. A orillas del Mare Nostrum, para quien gusta de ese clima, la existencia siempre parece más llevadera, y menos abrasiva. 

A Robert Guédiguian, el director de la función, le conocía de oídas, de las crónicas de los festivales, de los reportajes de las revistas. Sin embargo, no sé por qué, jamás me había acercado a su filmografía. Son esos disparates de mi cinefilia que no admiten excusa ni perdón. Contradicciones estúpidas que rigen mi modo de pensar. Me aterraba, quizá, encontrarme con un plasta parecido a Ken Loach, al que admiro en lo personal y rehuyo en lo cinematográfico. ¿Y si Guédiguian es otro izquierdista intachable que confunde el cine con la pedagogía, el diálogo con el discurso, la justicia con el melodrama? Pero no. Me equivocaba de medio a medio. Las nieves del Kilimanjaro es una película equilibrada y meritoria que inaugurará un nuevo ciclo de cine francés en mi salón. Para cuando haya tiempo, o inventen el día de 40 horas.

El personaje principal es un sindicalista que se tiene a sí mismo por un burgués, por un sucio traidor a la causa de los obreros, simplemente porque vive en una casa decente, maneja un coche que no se estropea cada dos semanas, y hace excursiones los domingos con la familia. La pobreza -casi la indigencia- de sus viejos compañeros de astillero, le reconcome la conciencia de viejo combatiente. ¿Se puede ser comunista y llevar una buena vida al mismo tiempo? ¿Es necesario vivir en un piso precario para que le consideren a uno revolucionario intachable? ¿Conducir un cuatro latas? ¿Pasarse los domingos en el bar con dos cafés con leche y un vaso de agua?  Michel, nuestro hombre, no parece tenerlo muy claro. La angustia de vivir mejor que sus vecinos le impide disfrutar de la vida. Pero la suya es una felicidad que nunca se desprende del hormigueo estomacal, de las sombras de la mala conciencia. Michel no ha entendido que la justicia social no es el objetivo final, sino el punto de partida. Una vez que lo básico queda satisfecho y garantizado, cada uno vuela a su propia altura, con su propio motor.  La igualdad de oportunidades no nos convierte en iguales, porque la genética nos ha parido a cada uno por un sitio. Unos somos más feos, o más tontos, o más afortunados, y no es culpa de nadie. 





           
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Todo sobre mi madre

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Hoy que he vuelto a verla, he constatado que apenas recordaba cuatro pinceladas de Todo sobre mi madre, la película de Pedro Almodóvar que hace unos años fue el tema de conversación nacional: la gracia de Antonia San Juan, la belleza de Cecilia Roth, la mamarrachada del Toni Cantó prepolítico y precentrista. Maldita memoria... ¿Será la edad, que me traiciona? ¿Será la película, que se diluye? ¿Será Almodóvar, que se me queda desfasado? No lo sé. Ni soy un hombre provecto, ni la película, inclasificable, se merece este desatino mío de las neuronas. Ya estoy cansado, además, de filosofar sobre estas cosas, como un griego de hace dos mil años rascándose la cabeza frente el mar Egeo. ¿Son las canas, que me ofuscan? ¿Son las comedias, que no resisten el paso del tiempo? Paparruchas... Es la segunda ley de la termodinámica, tan concisa como fatídica, que todo lo jode y todo lo arruina, la vida y los recuerdos, las buenas películas de Almodóvar y los truños "personales" que a veces nos endilga.
        


 



            De todos modos, no soy el único que va confundiendo en la filmografía de Almodóvar a los travestís y a los travelos, a los transexuales y a los julandrones. A las locazas y a las drag queens. A los homosexuales declarados y a los maricones encriptados. Es un universo que Almodóvar ha convertido en familiar gracias a sus películas, pero que en realidad ni domino ni me interesa. Que cada uno encuentre su madriguera, y que todo el mundo sea feliz, eso sí. Hay una idea central que aflora en casi todos los guiones de Almodóvar, una filosofía esencial que nunca he comprobado ni compartido: ésa de que todos los heterosexuales, hombres y mujeres, somos en realidad bisexuales reprimidos, pero que nunca hemos encontrado la ocasión o el acicate. Por muy pesado que se ponga don Pedro, a mí no me ponen las pollas. Si acaso la mía, pero porque es mía, y la quiero mucho, y juntos hemos sufrido muchas hambrunas y desventuras. 
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La muerte del señor Lazarescu

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La muerte del señor Lazarescu ya nos anuncia, desde su mismo título, que este pobre hombre, alcohólico y viudo, anciano y enfermo, va a morir de sus achaques. Lo que no nos cuenta el título -y es el intríngulis que nos mantiene pegados al sofá- es el periplo burocrático que recorrerá el pobre hombre en sus últimas horas. La road movie en ambulancia que lo llevará por los servicios de urgencia de Bucarest. El caso es que, unos porque no quieren encargarse de un enfermo desagradable, y otros porque carecen de medios en esa Rumanía post-soviética y pre-arruinada, los médicos y las médicas se irán pasando la pelota del señor Lazarescu como en un juego macabro de las tantas de la madrugada.


         Alguno dirá: son cosas que sólo pasan allá en Rumanía, que mira cómo están esos desgraciados. Pero no nos pongamos tan alegres. Son las barbas de nuestro vecino rumano, de nuestro primo romance, las que vemos pelar en esta incómoda película. Aquí, cada cierto tiempo, surge una noticia muy parecida a este acontecer del señor Lazarescu. Una trama absurda de protocolos y negligencias que desemboca en la muerte del señor García, o de la señora González. Errores médicos siempre los ha habido, y siempre los habrá. Pero uno tiene la impresión de que estas noticias han pasado del goteo a la llovizna, de la sección de sucesos a las páginas de sociedad. Los que ahora nos gobiernan dicen que estas afirmaciones son propias de comunistas, de radicales, de perroflautas piojosos. Nos aseguran que con menos personal y con menos medios vamos a curarnos mejor de nuestros males. Ellos nunca van a pisar los hospitales mugrientos que transitó el señor Lazarescu en su agonía. Ellos se curan en sus clínicas privadas, en sus sanatorios exclusivos, en sus hospitales carísimos de Estados Unidos cuando llega la enfermedad grave. Será por dinero...

La perra suerte de los Lazarescus o de los Rodríguez les importa tres cojones y medio. Para ellos, sólo somos los remeros en esta galera que recorre los mares en busca de riquezas para el patrón. Si un remero se muere, rápidamente se pone a otro en su lugar. Para que no cuajen los motines, nos permiten la compra de pisos, de ordenadores, de utilitarios. Y en nuestro embobamiento nos van sisando un poco en la comida, un poco en el vestir, un poco en la educación.... Y un poco en las medicinas, a ver si vamos dejando sitio, que la juventud pide paso y rema más fuerte.




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Expediente Warren

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Había leído en varios sitios que Expediente Warren -con su casa poseída por los espíritus, y su familia acojonada en el interior- era una película rompedora con el subgénero. Una que aportaba aire fresco e ideas renovadas a esta trama mil veces repetida. Pero mentían, claro está. Los propagadores del bulo se han embolsado unos buenos dineros con la campaña. 


          Expediente Warren... Fueron pasando los minutos, y los sustos, y los tópicos, y alcanzada la hora de metraje ya estaba uno enredado en la enésima película de puertas que se cierran, y bocinazos que te meto. Uno se mete en estas historias y cuando quiere salir de ellas ya es demasiado tarde. Mientras el cerebro rezonga y se lamenta, las extremidades permanecen paralizadas y no hacen ningún movimiento. Ellas sí que pasan miedo con estas excursiones al mundo de los no-muertos. De hecho, yo juraría que el mando a distancia vive poseído por algún espíritu salido de la película, y que va cambiando de sitio cuando la idea de darle al stop se configura en el pensamiento. Se defiende con astucia, el jodido ectoplasma. Lo mismo pone el mando a la izquierda que a la derecha, bajo el culo que en el regazo, en la mesita contigua que debajo del sofá. Lo mío con este trasgu sí que es un fenómeno paranormal, un poltergeist de mil pares de cojones. Muy verídico, además. 

Aquí hubiera querido ver yo a la famosa pareja de parapsicólogos, Lorraine y Ed Warren, haciendo fotografías infrarrojas del duendecillo. Aquí sí que hay un peliculón en potencia, intimista y a la vez inquietante, con unos sustos que te cagas cuando vas a darle al stop y te descubres con un plátano en la mano. Ése que ya te habías comido media hora antes...




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