Lincoln

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“Diré, pues, que no estoy, ni nunca he estado, a favor de equiparar social y políticamente a las razas blanca y negra (aplausos); que no estoy, ni nunca he estado, a favor de dejar votar ni formar parte de los jurados negros, ni de permitirles ocupar puestos en la administración, ni de casarse con blancos... Y hasta que no puedan vivir así, mientras permanezcan juntos debe haber la posición superior e inferior, y yo, tanto como cualquier otro, deseo que la posición superior la ocupe la raza blanca.”
Septiembre de 1858, Illinois,  campaña electoral para el Senado.

El político que pronunció estas palabras dos años antes de la Guerra de Secesión no pertenecía a los estados del Sur. Este hombre del que usted me habla, criado políticamente en el norte, moderado y sabio, padre de la patria y espejo de virtudes, era Abraham Lincoln. El mismo que cuatro años después, ya metido hasta las rodillas en el fregado de la guerra, responde así a las presiones del ala radical de su partido, impaciente por el retraso en la aplicación de las leyes abolicionistas:

“Querido señor: mi objetivo primordial en esta lucha es la salvación de la Unión, y no el salvar ni destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; y si lo pudiera conseguir con la liberación de todos los esclavos, también”.

Steven Spielberg nos muestra a Abraham Lincoln sólo dos años más tarde, en 1864, acariciando el fin de la guerra y el inicio de la prosperidad económica. Pero este Lincoln es muy distinto del que se adivina en los escritos antes expuestos. El de la película es un hombre idealizado sobre el que se posan los ángeles, y da vueltas la aureola, aunque ésta no se vea porque reluce dentro del sombrerón de copa. Siempre que el personaje de Lincoln toma la palabra -y da igual que sea un gran discurso que una anécdota del abuelo cebolleta- una música de resonancias celestiales nos recuerda que no es un simple mortal el que rebate las ideas o se va por los cerros de Virginia, sino un santo de la política y del humanismo sin tacha. Un héroe americano que murió como un mártir por defender a la raza negra, y que ahora inspira a los presidentes electos y a los líderes del mundo mundial.

Si Abraham Lincoln se presentara a unas elecciones del siglo XXI, su ideario encajaría únicamente en un partido xenófobo de ultraderecha. Son las paradojas que surgen cuando se quieren analizar realidades de hace diez generaciones con postulados que rigen el mundo posmoderno. Cuando se hacen películas de época con el filtro ideológico que hoy  separa lo correcto de lo aberrante. Cuando se hacen buenas películas como Lincoln que uno, sin embargo, aunque lo intenta con todas sus fuerzas, porque es de Spielberg, y actúa Daniel Day-Lewis, y se come la pantalla Tommy Lee Jones, nunca termina de creerse.




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Ali

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Ali no es la primera película que veo sólo porque ando enamoriscado de su actriz protagonista. Ni será la última. Ninguna referencia negativa es capaz de detenerme cuando corro en pos de la mujer amada. Ni los abucheos de la crítica ni las maldades de los cinéfilos me hacen desistir del empeño. No me detuvieron cuando me enfrenté a Los crímenes de Oxford persiguiendo la anatomía de Leonor Watling; no me salvaron del martillazo de Thor cuando me sorprendió robándole el amor de Natalie Portman. Cuando voy embobado y medio imbécil, salto al vacío y me precipito sobre películas que sé, de antemano, que no van a dejarme huella ni sustancia. 

De gentes como yo vivió durante décadas el star system de Hollywood. Las salas se llenaban de espectadores que iban simplemente a enamorarse de sus estrellas favoritas, en citas que se repetían dos o tres veces al año porque la maquinaria de los estudios iba bien engrasada, y producía películas a destajo. Hoy en día, sin embargo, sólo los adolescentes y los gilipollas seguimos a ciegas estos dictados impulsivos del corazón, inmaduros los unos, irrecuperables los otros.

Ali no es una mala película. Líbrenme los dioses de tal afirmación. A ratos te pierdes y a ratos regresas, pero en ningún momento te asalta la tentación del abandono. Tiene sus gracias, sus diálogos, sus idiosincrasias ibéricas. Pero nunca se hubiera estrenado en mi salón de no ser porque vivo enamorado de Nadia de Santiago, desde aquel día que la descubrí en las páginas de la revista Cinemanía sonriendo sobre su lote de DVDs. Sólo por Nadia, como Nadia Comaneci, o Nadia Galaz, me he dejado liar; sólo por ella voy a concederle a Ali este aprobado benevolente y bonachón. Leo con desespero que Nadia ha vuelto al mundo de la televisión, donde las series son eternas, y vienen troceadas por la publicidad, y además no son ni chicha ni limoná. No habrá, de momento, más películas suyas. La quiero mucho, pero hasta la tele no puedo seguirla. Por encima del amor están los principios. 




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Las flores de la guerra

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Hace un par de años, en Ciudad de vida y muerte, conocimos la toma de Nanking por los japoneses, y la herida que aquello abrió en el orgullo del pueblo chino. Aunque la memoria flaquea, y todos los salvajismos guerreros terminan por parecerse, uno guarda el recuerdo de una gran película, aunque el relato de las atrocidades fuera, como no podía ser de otro modo, maniqueo y parcial. 

    Desde aquellas guerras chino-japonesas del siglo XX, los dos tigres asiáticos se odian como felinos, y una película que fuera china y equidistante con Nanking habría sido tan utópica como una película israelí complaciente con el Holocausto. Porque, además, el hecho innegable es que las tropas japonesas entraron en la ciudad a sangre y fuego, sin reparar en disyuntivas de civiles o militares, hombres o mujeres, niños o adultos. Una de las grandes atrocidades del siglo XX, que ya es mucho decir. 





            De todos modos, los gobernantes chinos no debieron de quedar satisfechos con aquella propaganda, quizá porque Lu Chuan rodó su película en blanco y negro y no se vio el rojo brillante de la sangre. Así que dos años después, para subrayar el (según ellos) carácter intrínsecamente perverso de los nipones, le encargaron a Zhang Yimou esta otra película de mil millones de presupuesto y una estrella occidental encabezando el reparto. 

    Los que han participado en ella se han forrado de billetes, y han conseguido el aplauso entusiasta de los prebostes del Partido. Pero la película, entre ustedes y nosotros, es una caca. Las flores de la guerra lleva el maniqueísmo hasta extremos ridículos, la cursilería hasta límites antenatresianos. La ñoñez de su historia -que aseguran verídica- hasta la arcada precursora del vómito. Tiene, además, el atrevimiento moral de sugerir que la vida de una puta vale menos que la vida de una novicia, porque estas van camino del cielo, y aquellas camino del infierno por la vía vaginal. La vía duodenal de Chiquito de la Calzada, no te jode... Las flores de la guerra es deleznable en las formas y execrable en la moraleja. Más que una película china, parece una propaganda de Vaticano Productions. Una de mártires cristianos sin leones ni romanos, pero con tanques y japoneses. A esto le llaman modernizar el mensaje.



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Pelle el conquistador

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Allá por el siglo XIX, aunque ahora nos parezca mentira, los suecos salían de su país para ganarse el pan y las habichuelas, y no para tumbarse a la bartola en las cálidas playas del Mediterráneo. Sí, amigos míos, y queridas mías: aunque ahora nos cueste imaginarlo, Suecia también fue un país pobre, como ahora lo somos nosotros. Eficientes y serios, los suecos de entonces inauguraron un período de paz duradero con sus vecinos, y aplicaron las ventajas de la ciencia moderna para acabar con la viruela que aniquilaba a las gentes, y con las enfermedades que arrasaban con la patata. Víctimas de su propio éxito, el país sufrió un crecimiento demográfico que hubo que aliviar con la emigración masiva. La mayoría viajó a Estados Unidos, donde nació una próspera colonia que todavía hoy nos regala esas actrices bellísimas que nos parten el corazón y nos curan el hipo. Benditos sean por siempre sus antepasados, intrépidos cruzadores del Atlántico. 

Otros, los menos pudientes, cruzaron el estrecho para buscar trabajo en la vecina Dinamarca, por entonces más rica y menos poblada. Pelle el conquistador cuenta la historia de un padre y un hijo que sobreviven trabajando como esclavos en una granja de vacas. Es una historia bellísima que lleva un cuarto de siglo formando parte de mis películas favoritas. Recuerdo que en 1989, Pelle compitió con Mujeres al borde de un ataque de nervios por el Oscar a la Mejor Película Extranjera, y que aquí en España, antes de estrenarse, los críticos y los periodistas ya se reían mucho de ella, porque decían que era un dramón muy aburrido, una cosa lacrimógena que no podía compararse con la comedia disparatada de Pedro Almodóvar. Recuerdo que Pelle el conquistador se llevó el premio entre abucheos y sollozos del personal, a las tantas de la madrugada. Al día siguiente los telediarios abrieron con la nefasta noticia. ¡Injusticia!, clamaban los periódicos de izquierdas, simpatizantes de la movida madrileña y de sus discípulos más aventajados. ¡Pierde España!, pero pierde el maricón, titulaban los periódicos de derechas, con el corazón dividido entre el patrioterismo y la homofobia. Mucha gente, en acto de venganza, no fue a ver Pelle a los cines. Los que fueron, salieron a la calle disimulando las lágrimas y la emoción, para que no les tacharan de quintacolumnistas daneses camuflados en la retaguardia.




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Shaolin Soccer

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Shaolin Soccer es probablemente la peor película que he visto en mi vida. Una pandilla de ex-monjes del kung-fu montan un equipo de fútbol para hacer frente a los Evils de Shanghai, un plantel de chinos hormonados que preside un millonario que parece sacado de Puerto Banús. Es una mierda de película. El fútbol es el cebo que nos ponen a los tontos para que piquemos como truchas. El terreno de juego es un enorme tatami donde se exhiben las patadas voladoras, los brincos imposibles, los malabarismos de chiste. Los diálogos parecen sacados de un curso para gilipollas, y la historia de amor, de un culebrón programado por Antena 3. Es tan horrible, Shaolin Soccer, que a partir de la media hora, superado ya el shock del balompedista, empiezas a sospechar que todo esto responde a una estrategia calculada, y que este tipo, Stephen Chow, responsable del invento, y delantero centro de la tropa, es un cachondo mental que en el fondo nos está haciendo un favor. 

    Uno recuerda, de pronto, la Teoría de la Fascinación por lo Cutre que nos enseñara el maestro Pepe Colubi, y comprende que Shaolin Soccer es exactamente lo que parece: una memez supina, una majadería considerabel, y no una película que esconda una pretensión de seriedad o de trascendencia. Es entonces cuando quien esto escribe, acompañado del Retoño, que se descojona a mi lado, se libera del corsé absurdo del crítico de cine y termina agradeciendo este despelote de primera categoría. Siete días después, vuelve a ser viernes. Vuelve a ser fiesta de guardar. Mi retoño bienamado; mi cine bienquerido.


 


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La ventana

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Yo juraría que los actores de La ventana no son argentinos, sino suecos, y que ésta no es una película de Carlos Sorin, sino de Ingmar Bergman. Me han dado gato nórdico por liebre argentina. Rodada en interiores, el único campo abierto que transita nuestro protagonista lo mismo podría pertenecer a la Pampa que a los alrededores de Malmö. De hecho, a mí este prado sin segar, con las vacas y las florecillas, el anciano y sus recuerdos, me suena mucho al de Fresas Salvajes, a crepúsculos al raso donde los personajes filosofan sobre la muerte o recuerdan melancólicos la primera teta que palparon.

Para no repetirse, Carlos Sorin ha ido a caer en el homenaje que menos le apetecía a uno. Acabé tan cansado de las películas de Bergman, en aquel ciclo que hace unos meses que casi me costó la cinefilia y la cordura, que me quedé de piedra cuando me descubrí de nuevo en la habitación donde yace un moribundo, rodeado de tictacs del reloj, de silencios espesos de las criadas. Otra vez en Gritos y susurros...  Hay planos, incluso, que parecen sacados de las películas de Dreyer (¡horror!), con esos haces de luz que entran por la ventana e iluminan el lecho donde la vida y la muerte juegan su partida de ajedrez. Muy escandinavo todo. Silencioso y tétrico. Estimulante, a veces, cuando a uno le da por pensar en su propia muerte, rodeado de quién, reposando dónde, imaginando qué cosas... Pero muy aburrido, en general. Uno venía preparado para la cháchara de los argentinos, para el fútbol y el mate, el boludo y el pibe, y se ha visto, de pronto, en un error imperdonable de los servicios aeroportuarios, subido en un avión que despegaba rumbo a Goteborg, sin diccionario de sueco ni ropa de abrigo.




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El camino de San Diego

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La tercera película de este ciclo dedicado a Carlos Sorin ya no transcurre en el remoto sur de la Patagonia, gélido y desolado, sino en la otra punta de Argentina, en la provincia de Misiones, comarca lluviosa y selvática fronteriza con Brasil. Se parece mucho, la provincia de Misiones, a este noroeste hispánico donde yo resido, verde por todos los sitios, cálido hasta en invierno, plagado de mosquitos y de frutos tropicales. Me siento como en casa mientras veo El camino de San Diego, y ello, lejos de confortarme, me predispone en contra de la película, pues echo de menos los fríos australes, las estepas patagónicas tan parecidas al páramo leonés donde nací y me crié. Vivo exiliado en este microclima insospechado, prisionero de un trópico atrapado entre montañas que me roba el aire y me priva del frío.

En El camino de San Diego cambia el paisaje, pero no el talante de las gentes. Estos argentinos del norte siguen siendo gentes sencillas, campechanos -ellos sí- que viven y conversan a una velocidad menguada, que trabajan en sus oficios de subsistencia y luego le dan al mate y a la conversación sobre el fútbol y las minas. Gentes que un buen día, llevadas por el impulso interior de una neura, de una pasión, de una pobreza, salen del letargo como escupidos por un volcán y emprenden el camino por las rutas interminables de las carreteras. 

El camino de San Diego es la ficticia road movie de un muchacho que allá por el año 2004, estando Maradona enfermo en un hospital de Buenos Aires, decide llevarle, para interceder en su curación, su Sagrada Imagen tallada en una madera encontrada en la selva. Hay que tener mucha fe para ver la efigie de Maradona sobre un trozo de raíz donde se cruzan al azar los surcos y los nudos. Pero es que Tati Benítez, el procesionante que recorre el país con la cruz a cuestas, tienen mucha fe en el dios principal de los argentinos, que es el Diego, muy por encima del mismo dios que le creó. Es ésta una jerarquía imposible que sólo la religión austral puede tolerar. La cuadratura de la Santísima Trinidad. Un misterio teológico que subyace en este politeísmo loco de nuestros hermanos de "achá".






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Bombón, el perro.

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El secreto mejor guardado de los profetas es que a Dios, digan lo que digan las Sagradas Escrituras, no le gustan los pobres. Su Hijo vino a la Tierra para predicar a su favor y rápidamente tuvo que destituirlo del cargo por incendiario y revoltoso. Nada más morir en la cruz, los ángeles le trajeron de vuelta para someterle a una estricta reeducación en el colegio de monjas, que ya existían por entonces en el Cielo. Mucho antes, por supuesto, que los colegios públicos, que son un invento socialista de los tiempos modernos.

Dios tolera a los pobres, y poco más. Los necesita para hacer más ricos a los ricos, que son sus verdaderos hijos amados, los que recibieron la avaricia y la falta de escrúpulos, y multiplicaron sus talentos por diez o por veinte como en  aquella parábola de la Biblia.  Los pobres, que nacieron con lo puesto, sin gracia ni belleza, piden demasiadas cuentas, señalan demasiados fallos, reclaman demasiadas mejoras... Son unos pesados que colapsan la centralita de peticiones, y atiborran los buzones de sugerencias.

Bombón, el perro, es el reencuentro de Carlos Sorín con los paisajes y paisanajes de la Patagonia. El protagonista es un cincuentón al que han despedido de su trabajo como gasolinero, y que vive en casa de su hija, sin oficio ni beneficio. Mientras busca trabajo por los villorrios, un azar de la vida le convierte en dueño legal de un dogo argentino, un ejemplar de pura raza que será reclamado para participar en las ferias caninas de alta prosapia. La suerte, de repente, le sonríe a nuestro amigo Villegas. Pero la siya es, no nos olvidemos, la suerte de los pobres: resbaladiza y pasajera, agridulce y fastidiosa. Y la suerte de los perdedores nunca es una suerte completa: siempre le falta algo, o exige algo a cambio, o se esfuma en el momento más decisivo. Viene acompañada de un "si" condicional que a veces revierte en desgracia y miseria. Hay que contener los entusiasmos y las plegarias de agradecimiento, cuando la suerte llama a tu puerta de pobre. Y hasta aquí puedo leer...



         En los títulos de crédito consta como "mochilera". En IMDB como "female hitchhiker". El suyo es un personaje sin nombre, de apenas cuatro frases, que aparece al final de la película para darle palique al bueno de Villegas mientras conduce por la inmensidad. La actriz se llama Andrea Suárez. Su belleza me deja mudo y tonto en el sofá. Ella es una estrella errante en el páramo desolado. Pasado el trance, y los títulos de crédito, la busco en internet, pero Andrea, como si la hubiera soñado, no consta en ningún registro conocido. Una sola película; un solo papel; una sola sonrisa. ¿El simple cameo de una muchacha ajena al mundillo del cine? ¿La carrera truncada de una actriz bellísima y prometedora?. Quién sabe. Todo son conjeturas. 



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Historias mínimas

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De pequeño yo escuchaba la expresión "allá en la Patagonia" y me imaginaba, no sé por qué, una isla remota en el Pacífico, con su cocotero y su náufrago, y su bella aborigen meneando las caderas y saludando con un aloha!. Luego, en la Geografía del colegio, aprendimos que la Patagonia estaba efectivamente a tomar por el culo, pero en el otro lado del pompis, al sur de Argentina y de Chile, donde el clima se vuelve extremo, y el paisaje majestuoso. 

Los que no frecuentamos los documentales de La 2 nada sabíamos de sus habitantes hasta que descubrimos, hace diez años, esta joya del cine argentino que es Historias mínimas. Fue entonces cuando uno tomó la determinación -en caso de volverse rico y descubrirse libre de ataduras- de vivir allí para huir del calor y de la gente. Gracias a la película de Carlos Sorín, uno conoció a estos argentinos entrañables que viven muy lejos unos de otros, cada uno en su pueblo remoto, en su caserío de vecinos escasos pero serviciales. Gentes sencillas, que no simplonas, que hablan despacio y alegremente. Que dejan entrever, en sus gestos pausados, una inteligencia profunda del superviviente extremo, del terrícola que habita en la periferia del globo y todo lo contempla desde la distancia kilométrica y filosófica. Lo mío con la Patagonia ha sido  un enamoramiento instantáneo, un flechazo demográfico. 

Hoy, como entonces, he visitado la Patagonia de San Julián y de Fitz Roy, y he vuelto a descubrirme, a miles de kilómetros, desde esta España convertida en zoco abarrotado e invernadero insufrible, un vecino más de esos arrabales australes, donde el viento despeja las ideas, y el frío ahuyenta a los estúpidos. He tardado casi diez años en regresar. Enredado en mil filmografías y en mil series de televisión, olvidé por completo a este director por el que sentía una afinidad especial. Un descuido imperdonable que el otro día me sacó el sonrojo cuando descubrí, en la estantería más escondida, reordenando las películas de aquí y de allá, el DVD de estas Historias mínimas que siempre tuve por una película imprescindible. Basta, pues. Que se haga justicia con este hombre. Esta semana será la semana de Carlos Sorín. El homenaje debido a sus argentinos del habla hipnótica, ingeniosos o boludos, lo mismo me da.




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Magic Mike

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Hace cuatro años que Steven Soderbergh retrató la vida cotidiana de una prostituta de lujo en The girlfriend experience: película modesta, cortísima, sin apenas recorrido, que en este blog perdido en la galaxia sí recibió sonoros aplausos. Sasha Grey, ahora reconvertida en actriz seria, bordaba su papel de mujer vestida, y sin una polla clavada en la boca y otra en el ojete, Sasha salía en pantalla de lo más natural y convincente. Una gran actriz, después de todo. 

Ahora, en Magic Mike, en el reverso masculino del morbo, Soderbergh nos cuenta las andanzas de un striper que menea el rabo en un local nocturno de Florida. El actor en cuestión es Channing Tatum, ídolo de las mujeres y de los homosexuales que se pirran por los cuerpazos esculpidos. Para el heterosexual que esto escribe, Magic Mike es el recordatorio hiriente de que hace muchos años abandoné mi cuerpo para dedicarme al cultivo del alma. Contemplo esos músculos del señor Tatum que se contonean ante las mujeres, y no puedo evitar, de reojo, con algo de asco, echar una mirada a esa barriga donde reposo el plato de la cena, a esa pantorrilla extendida sobre el puff que ya es más lípida que proteica. A ese dibujo de mi cuerpo que es en general curvilíneo y flácido, como un muñeco de Michelín que no hubiese pegado una carrera en su puta vida. Ningún extraterrestre recién llegado a la Tierra apostaría cuatro euros galácticos a que Channing Tatum y yo pertenecemos a la misma especie animal.

Al terminar de ver Magic Mike -como si uno viajara a la dimensión oscura de lo masculino, donde habitan los tipos fofos y decadentes, encuentro en Canal + a Louis C. K. monologando sobre los achaques que le asaltan a sus cuarenta y cinco años:

"Y otra cosa sobre mi edad. Pongamos que estoy sentado en cualquier lado, algo que..., ja, ja. Me encanta estar sentado. Prefiero estar sentado sin hacer nada que estar de pie follando. Es muchísimo mejor que correrse. Muchísimo mejor. A mi edad, si estoy sentado, y alguien me pide que me levante y que vaya a otra habitación, primero me tiene que dar toda la información. Tiene que explicarme todo el rollo: "¿Cómo? ¿Por qué? No, pero ¿por qué?" "¡La grúa se te lleva el coche!" "Pues será mi destino". Porque levantarse es todo un tema. Antes debo decidir si de verdad quiero seguir vivo. Empecemos por ahí".




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Quiero ser como Beckham

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Para celebrar el día de la raza española, Pitufo y yo, que somos españoles porque aquí nos tocó nacer, y no porque Dios nos concediera el orgullo patrio, ni la gracia rojigualda, nos damos un garbeo por la Pérfida Albión para ver una película sobre chicas que juegan al fútbol.  Él con catorce años y yo con cuarenta y uno, la combinación en una misma película de chicas y fútbol suena a gloria bendita para celebrar este viernes por la noche, este reencuentro de padre e hijo ante la presencia sagrada del Espíritu Santo, que ha dejado de ser paloma por un día y se ha transustanciado en televisor y moderna tecnología.
Quiero ser como Beckham es la predecible historia de una chica a la que sus padres, emigrantes hindúes en Londres, no dejan jugar al fútbol porque temen que su convivencia en los vestuarios le lleve a preferir las vaginas a los penes, y les arruine el fabuloso matrimonio que tarde o temprano habrán de concertar con una familia acomodada.  Entre súplicas y amenazas, lloriqueos y cabezonerías, el caso es que al final, fútbol, lo que se dice fútbol, se ve muy poco en la película, y encima mal rodado, porque esta directora llamada Gurinder Chadha se ve que no es muy aficionada al Sagrado Deporte, y filma las jugadas como si se tratara de un episodio de Oliver y Benji, con ángulos imposibles y regates de fantasía que sólo se ven en la PlayStation.

Pero si el fútbol brilla por su ausencia, las chicas, en cambio, que eran la otra pata de esta mesa peculiar, nos alegran la función y nos animan a intercambiar opiniones. A Pitufo le gusta mucho la chica hindú, quizá porque la ve bajita, modosita, más cercana a su sensibilidad de enamoradizo principiante. Yo, en cambio, que llevo más de treinta años afilando mis preferencias, me decanto por la belleza plana y algo dura de Keira Knightley. Aquí, en la flor de su juventud, Keira luce algo hombruna y angulosa, pero con su cinta en el pelo, y su top sudoroso sobre el tórax impechado, luce dos fetiches que arrastro conmigo desde la adolescencia, de cuando espiaba a las chicas de las monjas jugando al baloncesto, que eran también rubias, e impechadas, preciosas bajo sus diademas en el cabello...




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The chaser

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Si buscas su nombre en una web se llama Na Hong-jin; si lo buscas en otra, Hong-jin Na. Da igual. No quiero volverme loco con esta patronímica indescifrable de los coreanos. Bastante tuve con su compatriota Park Chan-wook, el autor de la Trilogía de la Venganza. ¿O era de la Venganza de-la-Trilogía?

Hong, que así le dicen los amigos, y los occidentales que vamos con algo de  prisa, es un director que ha parido un par de thrillers cojonudos. Hace unos meses, en lo más crudo del crudo invierno, descubrí por casualidad esa película de persecuciones imposibles y hostiazos como panes que es The Yellow Sea. Los canales de pago, por ser de pago, a veces te regalan estas sorpresas insospechadas, subtituladas, ininterrumpidas por la publicidad. Peliculones que hay que entresacar con sumo cuidado de la basura habitual. 

Hoy, en el declive de los calores, en el regustín de los primeros fríos que ya demandan zapatillas de felpa para arrellanarse en el sofá, me reencuentro con el bueno de Hong para ver su anterior película, The chaser. Cuenta la extenuante aventura de un proxeneta al que un psicópata de Seúl va asesinando lo más granado de sus prostitutas, jodiéndole el negocio, y el orgullo de hombre protector. Otra más de psicópatas, dirá alguno con fastidio. Pues sí. Y le entiendo perfectamente. Vivimos sobresaturados de asesinos en serie. Si me tomara la molestia de contarlas, me saldrían una docena de ficciones recientes con un criminal de marras haciendo de las suyas, lo mismo en la tele que en la gran pantalla. Pero éste psicópata de The chaser es un asesino coreano, y tiene su propia idiosincrasia, y su propio modus operandi, distinto al estereotipo yanqui que ya nos sabemos de memoria. Y uno, ante la novedad criminal, se deja llevar por el ritmo trepidante, y agota los minutos sin casi mirar el reloj, embobado por el juego de adivinar quién es quién en esta sucesión de mujeres idénticas y hombres clonados.

¿El colmo de los colmos? Que un detective, en el corazón de Seúl, vaya mostrando el carnet de identidad de un sospechoso coreano.
- ¿Conoce usted a este hombre? 
- A ver... Pelo negro, piel blanca, pómulos sobresalientes, ojos rasgados que casi ni se ven... No me suena, la verdad. Lo siento.





   
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Un asunto real

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En un momento de la película, la reina Carolina de Dinamarca, lectora clandestina de las obras que publican los ilustrados franceses, y que en su país están prohibidas por el clero, le pregunta a su amante y consejero, el doctor Johann Struensee:

            - ¿Cree usted que la Ilustración nos hará libres de la estupidez y del temor de Dios?
            - Seguro que sí. Sí.

            Dos siglos y medio después, como todos sabemos, el doctor Struensee, que era un hombre tan inteligente como cándido, se carcajea de su propio vaticinio allá en el Cielo de los Justos. La estupidez sigue instalada en el cerebro de los nuevos hombres, y de las nuevas mujeres, y no hay educación o cultura que remedie esta tara de la biología, este renglón torcido de los dioses. La superchería ha resistido todas las vacunas lanzadas en su contra. Muta a mayor velocidad que los virus, y adopta nueva formas con el paso de los siglos, y de las revoluciones. Los astrólogos ahora son psicomagos; los curanderos, homeópatas; los adivinos, economistas. Y los curas, curas, porque estos traductores de lo divino aguantan inmutables, con el mismo discurso y hasta la misma fisonomía, vencedores de todas las guerras, de todas las anticruzadas, de todos los cambios de gobierno que juraron desterrarlos. Lo mismo en Dinamarca que en España, los curas se pasan el legado de la Ilustración por el forro, y se limpian el culo con los escritos de Voltaire y Diderot, mientras mojan los churros en el chocolate y se parten de la risa. Nunca han dejado de entrometerse en las conciencias, en las legislaciones, en las educaciones, confundiendo sus opiniones con la Verdad, su visión del mundo con la Ley, miopes y fanáticos, absurdos y peligrosos. Ecrasez l’infame!

Un asunto real quiere terminar con un mensaje luminoso, esperanzador, como si quisieran convencernos de que algo ha cambiado desde la época del Absolutismo. Pero la realidad es terca de narices.



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El ala oeste de la casa blanca. Temporada 2

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Tengo desde hace semanas la intención de estrenar la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. Pero al final me puede la pereza invencible, el terror paralizante del esfuerzo infinito  Me agobian los 22 episodios de esta tanda, los 154 del total, las siete temporadas que como siete océanos habré de navegar llevado por la devoción. Hace unos meses, cuando terminé de ver su primera temporada,  escribí en estos desahogos que El ala oeste... se había convertido en una de las series de mi vida. Pero son tantos sus capítulos, sus horas, sus noches de dedicación exclusiva, que amenaza, realmente, con convertirse en la única serie de mi vida. Tengo unas ganas terribles de volver a encontrarme con esos personajes parlanchines y lúcidos, criptosocialistas y judeomasónicos, que cada vez que abren la boca me abren los ojos y me reaniman la inteligencia. Pero tengo muchas ficciones esperando turno: antiguas y nuevas, longevas y cortas, americanas y europeas. Navego por los discos duros y me entra un ansia desesperada de estrenar, de variar, de ir dando paso. Malditos sean los dioses, que nos otorgaron más series que vidas, más deseos que años. Que les parta un rayo de Zeus por hacerse creado a sí mismos inmortales, afortunados del destino, egoístas del tiempo.


            En el periódico de hoy, como leyéndome en un espejo, Ricardo de Querol se quejaba así de su extenuante experiencia de seriéfilo:

            "Llevamos una década de la llamada segunda edad de oro de las series, y acumulamos cierta fatiga con las que duran demasiado y nos impiden dedicarnos a las nuevas. Ahora se llevan las temporadas cortas y, sobre todo, las miniseries: 3 a 10 capítulos, con principio y final, que no exigirán tu fidelidad durante meses. [...] Necesitamos series de ficción porque queremos evadirnos viviendo otras vidas. Pero algunas de esas vidas no merecen que les entreguemos tantas horas de la nuestra".

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Behind the Candelabra

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La época actual de la televisión es tan dorada, tan fructífera, tan inagotable en su talento, que ahora recalan allí los grandes genios del largometraje cuando no encuentran financiación. 

Steven Soderbergh ha recurrido a los dineros de la HBO para  rodar Behind the Candelabra, el excesivo biopic del pianista Liberace, reinona de Las Vegas que sustituía a sus amantes con la misma velocidad con la que tocaba el piano en los escenarios. En esta película mariconísima y torrencial, Michael Douglas y Matt Damon se acarician el torso desnudo, se besan cálidamente en la boca, fingen que se dan por el culo en camas barrocas mientras los caniches entran y salen del dormitorio. Behind the Candelabra es la eterna historia del amante y del amado, de quien lo pone todo en una relación y del que sólo juguetea y se mantiene a la espera de una mejor oportunidad. En el fondo un drama muy clásico, aunque decorado con el exceso perfumado de plumas y satenes. Un veneno para la taquilla, que se dice. Dos ídolos de las mujeres lacándose el pelo y amándose la carne con voz aflautada. Un peliculón que de momento, en nuestra machérrima piel de toro, sólo puede verse en la tele, y pasando por taquilla.




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