Greenberg

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Una mala tarde, como decía Chiquito de la Calzada, la tiene cualquiera. Algo que leí en las revistas, o en los foros de internet, me indujo a pensar que en Greenberg había una película notable, digna de robarme dos horas de mi tiempo menguante y escogido. Me bastó saber que su trama giraba alrededor de un cuarentón en plena crisis existencial, y ya no me detuve a tomar en cuenta otras consideraciones. Y es que uno, con la cuarentena ya rebasada, anda muy apesadumbrado con el asunto de los años , y cada vez que conoce a un coetáneo sumido en parecidas quejumbres, en cualquiera de los dos mundos que habito, el real y el ficticio, entabla conversación y trata de extraer reflexiones. 

Del personaje llamado Greenberg, la verdad, no he sacado gran cosa. Recién salido de un manicomio, el hombre se guía por la vida de un modo extraño y errático. Más extraño y errático que el de cualquiera de nosotros, para entendernos. Al principio de la película alcanzo cierta complicidad con este fulano que no sabe conducir, que se queja por todo, que huye de la gente como alma que lleva el diablo. Me hago ilusiones por momentos. He aquí, al fin, después de muchos meses de ficción, un alma gemela en la que verme reflejado. Pero luego, el muy tontaina, echa a perder una relación maravillosa con una veinteañera guapísima, aunque algo desnortada, que anda enamorada de él. Es ahí cuando descubro que en el fondo Greenberg es un pobre gilipollas, un pobre imbécil con el que nada tengo en común. Pago las birras con un puñado de dólares y me despido de él con un tosco saludo. 
El resto de la película sólo es el decorado de fondo para mis torvos pensamientos. Al final, casi sobre la campana, Greenberg, tras varios devaneos sin fruto, se decide a ir por la chica... Pues muy bien. No rectifican los sabios, sino los que se equivocan. Y este bobo, rechazando a Greta Gerwig, comete un error imperdonable. De juzgado de guardia. De amistad imposible. De interés personal nulo. De tarde lastimosamente perdida.



     

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