Hace
nada, cuando internet era una tecnología embrionaria, sólo trascendían las cinefilias que soltaban los críticos de la radio o de las revistas. O los de la tele, en Qué grande es el cine, donde los fumadores de Garci
extraían una inagotable palabrería de películas insufribles sólo porque eran en
blanco y negro, o porque se le veía el tobillo a una actriz francesa que les ponía
mucho en la juventud. Los críticos de Garci vivían un rollo que no era el mío
ni el de mi generación. Nosotros, que nos habíamos criado con una espada
láser en la mano y con un sombrero de Indiana Jones en la cabeza, nos
dormíamos en las madrugadas de los lunes mientras ellos, como viejetes al calor
de la hoguera, rememoraban las mil anécdotas de sus hazañas intelectuales en
los círculos del arte y del ensayo: la fila de los mancos, los grises, el “Cuéntame”...
Todo aquello.
Hace años nadie se hubiera atrrevido a criticar una película como El silencio. Existía una omertá intelectual que ahora se va resquebrajando poco a poco. Por entonces, a Ingmar Bergman se le trataba de usted, y de excelentísimo señor, y si no entendías sus onanismos era un problema tuyo, no de él, que era un maestro del alma humana. Nadie se atrevía a denunciar que algunas películas no se entendían, que se estaban quedando viejas. Que a veces el maestro sueco dormía a las ovejas que pastaban en los alrededores. Nadie decía, razonadamente, que algunas películas seguían siendo impresionantes o bellísimas, como Fresas Salvajes, o como El manantial de la doncella, pero que otras muchas -demasiadas- se habían tornado enrevesadas, incomprensibles, a veces ridículas en su metafísica.
Como El silencio, por ejemplo, aunque
en ella se nos regale el rostro de Ingrid Thulin, y se nos vaya la mirada
al cuerpo de Gunnel Lindblom. Aunque luego -¡en insólito
atrevimiento del año 63!- se nos insinúe por lo bajini que estas dos suecorras
practicaban el incesto calenturiento en sus años mozos, y que por eso se han
quedado así de traumatizadas, y de silenciosas: la una fingiendo que se muere a
chorros en la cama, y la otra vagando por las calles en busca de un
maromo. Ni estas enjundias sexuales -a veces de una carnalidad explícita
y sorprendente- le reprimen a uno el acto reflejo del bostezo. Me temo, maestro
Kenobi, que nunca se me caerá el pelo de la dehesa.