El niño de la bicicleta

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Hoy, en involuntaria carambola cinéfila, he visto mi tercera película belga en apenas dos semanas, Un hecho insólito que como buen creyente en el psicoanálisis debo someter a cuidadoso estudio. Si las casualidades no existen, ¿qué interés, qué motivación, que designio gobierna mi voluntad a la hora de elegir tres películas belgas en tan corto plazo de tiempo? ¿Belgas, precisamente, en estos tiempos de zozobra donde nuestra vida económica –y con ella todas las demás vidas- pende de un hilo tejido en Bruselas? ¿Belgas, justamente ahora, que Gerard Depardieu –insolidario, jetudo, tragaldabas- sale en los telediarios porque se ha refugiado allí huyendo de la reforma fiscal francesa? ¿Belgas, curiosamente, ahora que mi señora se ha aficionado a desayunar unos gofres dietéticos de color caca que son el pasmo gastronómico de mi incredulidad? ¿Por qué ahora, en este momento de mi vida, en este momento del mundo, Bélgica?

¿Qué tienen en común Farinelli, Pánico en la granja y esta película de hoy, El  niño de la bicicleta, que es como todas las de los hermanos Dardenne, pero algo menos plasta, y con Cécile de France, mi Cécile, mi viejo amor del 2012, paseando su belleza y su buen hacer de actriz?  Nada, ciertamente. Estas películas se parecen lo mismo que un huevo a una castaña, o a una sandía de Almería. El esferismo ovoide, quizá. ¿Qué elemento subconsciente, letárgico, retorcido -libidinoso seguramente-, une las aventuras de un castrato, tres juguetes de plástico y un niño insoportable que se pasa toda la película dando por el culo con su bicicleta y sus ataques de ira? ¿Un deseo de regresar a la feliz infancia? ¿El deseo del no-deseo sexual, siempre insatisfecho? Quizá... ¿Pero por qué, oh dioses del capricho, en Bélgica?




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