Tyrannosaur

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Venía muy aclamada esta película, Redención, que en el título original consta como Tyrannosaur, y que ha sido traducida de manera muy absurda para que piquen las almas sensibleras, o los clérigos confundidos con el vocablo teológico. Una estupidez de título; un spoiler en toda regla.

No es película desdeñable, Tyrannosaur. Pero nace, en mi caso, muerta del todo, como un parto de fatal desenlace. Ninguna simpatía, ninguna compasión, ninguna redención puede suscitarme un borrachuzo que en la primera escena, iracundo con los otros alcohólicos de la taberna, propina varias patadas a su propio perro hasta matarlo. La muerte de ese chucho, servicial y bonachón, se me clava en el alma como una daga, y aunque su amo se lamenta del arranque de ira, y llora la pérdida, desconsolado,  yo me cago en su puta madre, y en su puto padre, cada vez que asoma el jeto en las escenas, que son casi todas. 

Ni siquiera el trabajo ímprobo de Peter Mullan, que es un actorazo que lleva las cicatrices del espíritu marcadas en la cara, es capaz de convencerme del arrepentimiento de este cafre pateacanes. Me la sudan sus lloringueos y sus miradas profundas. Sus esfuerzos supremos por redimirse y mudar de personalidad. Me la pelan, sus sudores. Podría irse a Calcuta, con las monjitas, o al Brasil, con los teólogos de la liberación, a restañar el mal, ayudando a los pobres del mundo, y alcanzar así el equilibrio de su karma ennegrecido. Es igual: nada de lo que haga este matarife, a ojos de este espectador que ama a los perretes por encima de todas las cosas, podrá redimirlo del mayor pecado señalado por los dioses: el ensañamiento con el animal inocente. 




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