Arrugas

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Voy notando, al paso de los años, al mismo ritmo que pierdo el oído o que se me cansa la vista, que la piel se me va haciendo impermeable al melodrama. Es como un autismo tardío y creciente. Como una fosilización progresiva del epitelio. Me estoy convirtiendo en La Cosa, el bicho aquel de Los 4 Fantásticos. Pero pero aún, porque él -el hombre que vivía debajo de las piedras- tenía un corazón de mazapán.  

Simpatizo con los personajes que pululan por mi televisor, pero si la película es mala o defectuosa, no logro empatizar con ellos. Empiezo a fiarme más de lo estético que de lo ético. Las desgracias ficticias, o basadas en hechos reales, me aportan materiales para la reflexión, para el conocimiento, para la prevención propia de los males, pero no me rasgan el sentimiento, ni me hacen brotar la lagrimilla. Me he vuelto insensible, quizá malo, cuando no veo las cosas en una gran película. Envueltas en un papel de colorines. 

Es por eso que veo películas como Arrugas, con los ancianos en el asilo y el Alzheimer que les devora las neuronas, y no paro de mirar el reloj para ver cuánto tiempo falta para que termine. Es terrible, y quizá premonitorio para uno mismo, lo que cuenta esta atípica película de animación. “Dedicado a todos, ancianos de hoy, ancianos de mañana” dice el rótulo del final. Para allá vamos todos, en efecto, si el cáncer, o la premonición Maya, o la guerra futura contra los iraníes, no le ponen pronto remedio. Debería enternecerme, estremecerme, inquietarmne, con Arrugas. Pero me jode su tonillo, su intención dramática, su banda sonora de melancolías empalagosas... No lo puedo remediar.





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