Zombies party

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Me dejo llevar por la ola de referencias terroríficas y encuentro, perdida en las descargas compulsivas, Zombies party, una comedia británica sobre el asunto de los muertos vivientes que parieron las mentes disparatadas de Edgar Wright y Simon Pegg. Ellos son dos comediantes de poco predicamento en nuestra piel de toro, pero afamadísimos, a lo que se ve, en la Pérfida Albión. Y eso, por mi experiencia, es síntoma seguro de que son tipos con gracia, y con talento, pues de lo contrario, de ser una pareja de cómicos repetitiva y plana, arrasarían en nuestras televisiones patrias a la hora del prime time.

La primera media hora de Zombies party es -puedo prometer y prometo- un rato grandioso de cine. De lo mejor que ha caído por aquí en los últimos meses. ¿En qué se diferencian los zombis verdaderos, resucitados de la muerte, con sus andares espásticos y sus jetos inexpresivos, de los zombies cotidianos, resucitados del sueño, con sus andares patosos y sus ojeras como berenjenas, que llenan cada mañana los autobuses y las líneas de metro? En casi nada, realmente. Quizá, tan solo, en el olor, si has tenido el tiempo y la decencia de ducharte. Es ésta una reflexión simple, al alcance de cualquiera que se diga observador de lo humano, pero que en la cabeza de estos dos comediantes se transforma en un chascarrillo genial. Y además lo sostienen durante media hora completa: la aventura de este tontaina encarnado por el propio Pegg, que se conduce por un día cualquiera sin darse cuenta de que a su alrededor se está desencadenando el apocalipis zombi. Una ocurrencia que te planta la sonrisa en la cara y la admiración en el intelecto. Y la envidia, cochina, en las entrañas. 

Luego, para alivio de las entrañas, la película se deja llevar por el camino fácil de las persecuciones, de las peleas a muerte con los muertos, del gore simpaticón que llena la pantalla de vísceras aprovechando que andabas echándote unas risas. Porque te sigues riendo, sí, pero menos. Este último rato tontorrón ya lo habíamos visto en Abierto hasta el amanecer, o en Planet Terror, o en la más reciente Bienvenidos a Zombieland. Solo que en la primera película salía Salma Hayek provocando erecciones, y en la segunda Rose McGowan sembrando desmayos, y en la tercera Emma Stone destrozando corazones. En cambio, en ésta de Zombies party, quizá en el fallo más garrafal de su planteamiento, no hay ninguna mujer que esté a la altura de nuestro deseo. Un borrón imperdonable.




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La noche de los muertos vivientes

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La distancia que separa La noche de los muertos vivientes de, pongamos por ejemplo, The walking dead, es la misma que separa Super 8 de la película casera que dentro de ella rodaban los niños. Cuarenta años no pasan en balde, en ningún aspecto de la vida, salvo en el hecho de que siempre gobiernan los mismos, o los hijos de los mismos. La noche de los muertos vivientes ya no asusta a los espectadores modernos, ni les obliga a taparse los ojos. Tenemos la piel curtida, y el miedo en otra parte: en los banqueros, o en los políticos. En los curas que bendicen la plutocracia desde sus púlpitos.

La película de George A. Romero se ve con curiosidad científica, con atención de cinéfilo arqueólogo. Figura en el canon de las obras clásicas, de las aventuras pioneras. Habría que ponerse en la piel de sus primeros espectadores para juzgar el impacto real de la imágenes: los cadáveres en descomposición, los zombis comiendo carne humana, los seres amados convertidos en caníbales... La muerta neohippy que se pasea desnuda por el jardín. Impactantes, con toda seguridad. Históricas, en un sentido aterrador. Habría que viajar al pasado, y usurpar otra piel y otro pensamiento, para entender la truculencia brutal de la experiencia. 

O eso, o verla por primera vez siendo un niño de diez o doce años, con poco bagaje peliculero, asustadizo como pocos. Justo el niño que yo era cuando pasaron La noche de los muertos vivientes por aquel  programa de los lunes por la noche, Mis terrores favoritos, que presentaba Chicho Ibáñez Serrador, el mismo tipo del Un, dos, tres... Los lunes era el día que mi padre descansaba del trabajo, y le gustaba reunir a su familia a la hora de la cena, alrededor de la tele, viendo las películas de miedo que a él tanto le gustaban. ¿Cómo justificaba su falta de tacto –o su falta de juicio- con los habitantes más pequeños de la casa? Echando mano de la retórica antigua, de la pedagogía desfasada: “Así os acostumbráis, y os curtís”. Era un hijo de su tiempo.



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La conspiración

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La conspiración es una película que los más veteranos del vicio ya hemos visto infinidad de veces. Ya hemos perdio la cuenta de los abogados que se enfrentan a la maquinaria corrupta del sistema judicial, cuando todavía son jóvenes e idealistas. ¿En qué se diferencia La conspiración de Caballero sin espada, o de Legítima defensa, o de Algunos hombres buenos, de La tapadera (¡otra vez Tom!) ¿O de, también, ese resumen demoníaco y paródico del subgénero que es Pactar con el diablo? En poco, la verdad. Sólo cambian los actores y los ropajes, y el delito en cuestión, claro, que es el macguffin irrelevante que permite a los guionistas desplegar la retórica didáctica del héroe solitario. Tan norteamericana ella.

En esta película dirigida por Robert Redford, el macguffin es el juicio contra quienes conspiraron en el asesinato de Abraham Lincoln. Más allá de la clase de historia, lo que realmente le interesa a Redford es soltarnos la pedagogía, la visión patriótica que él tiene de su propio país. No muy distinta a otros sermones mil veces escuchados, que hablan de Estados Unidos como una nación de Constitución modélica y democracia ejemplar, líder del mundo y ejemplo de las naciones. Aunque luego vengan las personas malas y los intereses oscuros -los comunistas- a sembrar el camino de piedras. Al final, la ideología de La conspiración, y sus muchas peliculas gemelas, americanas o no, se queda en discurso vacío y redundante. ¿O no es acaso España, entre los españoles de bien, la mejor nación del mundo? ¿O no lo es Croacia, también, entre los croatas bien nacidos?






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Offside

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El quinto y último asalto en este combate que me enfrenta a Jafar Panahi es el más entretenido de todos. Offside no es su mejor película, pues Panahi, mejor, no tiene ninguna, pero sí es, desde luego,  la única con la que no he bostezado cada poco rato, maldiciendo mi suerte de cinéfilo aventurado.

Offside cuenta las desventuras de un grupo de chicas que, disfrazadas de chicos, pretenden acceder al Azadi Stadium para ver un partido de fútbol entre Irán y Bahrein. Cacheadas y detenidas en las puertas de acceso por los soldados, son conducidas a un redil improvisado en los exteriores, donde se escuchan los gritos de la grada entregada al espectáculo. Allí, en el redil, transcurre la mayor parte de la película, con enjundiosos diálogos entre las detenidas y sus guardianes que vienen a denunciar lo ridículo de la situación, y lo ridículo de la marginación femenina en general. Los soldados confraternizan con ellas, les narran el desarrollo del partido, les ayudan en sus necesidades fisiológicas. Se ve que en el fondo simpatizan con ellas, aunque no tengan el poder de dejarlas marchar. Panahi viene a decirnos, una vez más, que no es la convicción, sino el miedo a los ayatolás, lo que obliga a los hombres a mantener este apartheid vergonzoso.

Lo que no se entiende muy bien es que estas chicas, cuando la selección de Irán alcanza finalmente la victoria, ellas salten como locas de contentas, y entonen encendidos cánticos a la patria. Que es, no lo olvidemos, la misma patria que no les deja acceder a los partidos, y que las encierra entre cuatro vallas como al ganado perdido de algún terrateninete. La misma patria que les niega el derecho a viajar solas en los transportes públicos, que las ningunea y las margina como a portadoras de una enfermedad infecciosa. ¿Qué cariño le pueden tener estas mujeres a su país? ¿Por qué celebran una gesta deportiva que el mismo régimen convertirá en instrumento de propaganda, en justificante indirecto de su legislación medieval? No se entiende muy bien, la verdad. 

O sí, para, porque ahora recuerdo la exaltación patriótica que nos invadió a los españoles cuando ganamos el Mundial del 2010, gritando en las plazas de pueblos y ciudades que este país de ladrones electos, de estúpidos jaleados, de evasores consentidos, de curas hostiles, de periodistas vendidos, de golfos apandadores, era el mejor país del mundo. 

Ya lo cantaba, una vez más, Javier Krahe en Antípodas, letra a la que recurro constantemente porque soy un vago, y también porque ilustra mejor que nadie lo que voy contando sobre este Irán antipódico y próximamente enemigo:

Pero es fantástico, martes y miércoles,
jueves y sábados, lunes y vísperas,
dan espectáculo con el esférico,
y allí, al unísono, arman escándalo
y es como un bálsamo para sus ánimas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.




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American Horror Story

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Qué mejor noche que ésta, la del Halloween de los anglosajones, para estrenar en mis pantallas la aclamadísima American Horror Story. Y qué mejor lugar que éste, el salón de las cinefilias, para dejar constancia de mi aburrimiento inconsolable, de mi decepción supina. Los dos primeros episodios son el greatest hits de lo mil veces visto en el género de terror. El disco recopilatorio de lo mil veces manido. Qué lejos estaba yo de saber, hace unos días, cuando me lancé a enumerar los topicazos del género, que me los iba a encontrar de nuevo en tan corto plazo de tiempo, copiaditos, calcaditos, como dos gotas de agua. Como dos gotas de sangre.

Para qué volver una vez más -me digo- sobre ellos... Sé que los fanáticos del género no esperan otra cosa, que no demandan otra cosa. Éste es su producto, el punto justo de cocción y aderezo. Ser original, en las películas de terror, es muy malo para el negocio. O quizá es que no hay más cera que la que arde. Quién sabe. Quizá con los sustos ya esté todo dicho, como sucede en el western, o en las comedias románticas, y sólo quede el recurso del eterno retorno sobre lo mismo, del homenaje a los clásicos, o del plagio a los contemporáneos. No lo sé. Lo que tampoco sé, y eso es más grave, es qué coño pinto yo insistiendo en estas películas, y en estas series, que ni siquiera me gustan, y que me hacen perder tantos ratos en esta escritura tonta, denunciando, despotricando, justificando mis absurdas programaciones.





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Darkness

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La tormenta nocturna; el caserón aislado; la lluvia persistente; el trastero oculto; el pasillo en sombras...
El matrimonio con hijos; el pequeño que ve muertos; la adolescente medio boba; los dibujos premonitorios; el marido que enloquece; la madre que no se entera...
La hojarasca removida por el viento; los columpios mecidos por el fantasma; la pareja de niñas asesinadas al fondo del pasillo...
La luz eléctrica que fluctúa; el gramófono que arranca solo; las bombillas de cuatro vatios; las cañerías que chirrían...
Los antiguos dueños; los horrendos crímenes; los retratos en sepia; la fotografía azarosa que revela la existencia de los fantasmas...
Los volúmenes satánicos en la biblioteca; la muerte violenta de quien viene con la solución; el sexto sentido del gato que pega un bufido y se pira...
La sombra fugaz que cruza el pasillo con un bocinazo en la banda sonora; la música cursi que subraya las escenas idílicas de transición;  la música tenebrosa y dislocada que te pone la cabeza loca en las escenas de movidón...
El final incomprensible; el final abierto; el final estúpido; el final que busca descaradamente la secuela...
Lena Olin descendiendo la montaña de la belleza; Anna Paquin que ni siquiera llegó a divisarla; Fele Martínez haciendo de Fele Martínez...


Todo esto y más, porque ya me aburro de acumular topicazos, es Darkness. La oscuridad. El bostezo. La misma película de siempre, eficiente y bien hecha, aburrida y previsible, entretenida y trivial. La misma fotocopia. La misma monserga. La pérdida de tiempo lamentable. De nuevo la oscuridad de otra noche larguísima, ahora ya sin cine. 




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Cosas que hacen que la vida valga la pena

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En la alegría estúpida del viernes por la noche, elijo Cosas que hacen que la vida valga la pena, que es una comedia española de larguísimo título, y de escaso metraje, que encaja como un guante en este ánimo risueño y tontorrón. No espero gran cosa de la película: algo de lo que he leído por la red me dice que la decepción le ganará finalmente el pulso al regocijo, por mucho que trabajen en ella Eduard Fernández (ese monstruo) y Ana Belén (esa mujer). Y no me equivoco, lamentablemente. El sexto sentido de las películas anda bien afinado estos días. Cosas que tal y tal es una película fallida, tramposilla, sacada del libro de recetas para los espectadores menos exigentes. La música, intrusiva; las casualidades, rocambolescas; los chistes, muy malos; la teta, de una doble de cuerpo. Las transparencias que le ponen a Ana Belén cuando hace que conduce, indignas del siglo XXI. Y la diferencia de edad entre los dos tortolitos -trece años a favor de la fémina- insostenible en ese contexto que se nos propone, aunque Ana Belén sea una cincuentona de muy buen ver, y Eduard Fernández se curre el romance como un profesional de su oficio.

Lo mejor llega al final, cuando la película propiamente dicha ya ha terminado, y aparecen Gemma Nierga e Iñaki Gabilondo en un estudio de radio para recitar a dúo una lista de “cosas que hacen que la vida valga la pena”. Entre las que no se encuentra, por cierto, la película del mismo nombre. Es una lista bonita, sencilla, casi poética, que muchos suscribiríamos en su mayor parte. Aquí la dejo expuesta junto a mis propias matizaciones y preferencias, que a nadie importan en realidad, como todo lo demás que escribo. Pero que aquí quedan, al menos...

1 Las novelas de Javier Marías / Las novelas de Luis Landero
2 Las sandalias en verano / Las zapatillas en invierno
3 Menorca. Jugar al mus. Chavela Vargas / La montaña leonesa. Jugar al ajedrez. Serrat
4 Estrenar ropa. Las siestas en el sofá. Un masaje en los pies / La ropa de siempre. Las siestas en la cama. Un masaje en...
5 Meterse en la cama en invierno. Que tu perro te reciba cuando abras la puerta / Meterse en la cama, en cualquier estación. Y el perro, sí.
6 Los chistes de los niños. Hacer un rompecabezas. Compartir un paraguas / Los chistes muy cerdos. Ver más películas. Caminar bajo la lluvia, sin paraguas.
7 El silencio. El mar. El sol en invierno / El silencio.El Cantábrico. Las nubes en verano.
8 La música. Los amigos que aguantan el paso del tiempo. El café de la tarde / La música, claro.La soledad. El café a todas horas.
9 Los reyes magos. El olor de las sábanas limpias. Con faldas y a lo loco / El Grinch. El olor de las sábanas limpias. Primera plana.
10 El vino de Rioja y el jamón serrano. Los primeros novios de tus hijos. Los últimos novios de tus padres / La cocacola y el pincho de tortilla. Las novias nórdicas que yo sueño.
11 El chiste de Forges. La ducha después del gimnasio. Mojar pan / El chiste de El Roto. La ducha después del amor. El pan, a secas.
12 Las películas de amor /  Las buenas películas.



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Sangre y oro

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El sueño irreductible me obliga a detener Sangre y oro en el minuto 42, justo cuando estos ladrones de poca monta rondaban por enésima vez la joyería que llevan clavada en el -pobladísimo- entrecejo. Y es que son muy aburridas, las películas de Jafar Panahi. Uno toma apuntes, aprende cosas, se va quedando con una imagen general de cómo viven o malviven los iraníes. Pero lo didáctico apenas sirve para sostener la atención. El ritmo es plúmbeo y cansino. Cuando las secuencias ya han terminado de contar lo suyo, Panahi las estira y las estira en minutos interminables que no aportan nada nuevo. En una sala de montaje, reducidas a su esencia, las películas de Panahi no pasarían de ser mediometrajes sin recorrido en los festivales, ni espacio en las colecciones exclusivas de los DVDs.  Se nota que están infladas, que se les pone mucho relleno, que no hay mucho que contar más allá de la anécdota central y de cuatro pinceladas del paisaje.


Ocurre, también, que uno se decepciona poco a poco con lo que va descubriendo sobre Irán. Más allá de las vestimentas, y de las marcas de los coches, una calle de Teherán no parece muy distinta de cualquier avenida occidental, con su tráfico, su polución, su gente pudiente en las cafeterías caras y sus pobres malvestidos afanándose en las aceras. Hasta repartidores de pizza tienen en Irán, cosa que uno pensaba prohibida y hasta castigada por la ley islámica.  En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe hablando de Australia. Y también, por lo que se ve en estas películas, en Irán, la antípoda religiosa, y quien sabe si la bélica dentro de unos años. El armazón biológico del ser humano es el mismo en todas partes. Y luego están las películas, y las antenas parabólicas, para uniformar los gustos y las costumbres. Sólo las cinematografías inexistentes de países como Mozambique o Vanuatu nos mostrarían, quizá, paisajes humanos sorprendentes, sugestivos, que atrapasen el interés del espectador aunque la película exhalase el humo de las adormideras. Como éstas del bueno de Jafar.



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Arrugas

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Voy notando, al paso de los años, al mismo ritmo que pierdo el oído o que se me cansa la vista, que la piel se me va haciendo impermeable al melodrama. Es como un autismo tardío y creciente. Como una fosilización progresiva del epitelio. Me estoy convirtiendo en La Cosa, el bicho aquel de Los 4 Fantásticos. Pero pero aún, porque él -el hombre que vivía debajo de las piedras- tenía un corazón de mazapán.  

Simpatizo con los personajes que pululan por mi televisor, pero si la película es mala o defectuosa, no logro empatizar con ellos. Empiezo a fiarme más de lo estético que de lo ético. Las desgracias ficticias, o basadas en hechos reales, me aportan materiales para la reflexión, para el conocimiento, para la prevención propia de los males, pero no me rasgan el sentimiento, ni me hacen brotar la lagrimilla. Me he vuelto insensible, quizá malo, cuando no veo las cosas en una gran película. Envueltas en un papel de colorines. 

Es por eso que veo películas como Arrugas, con los ancianos en el asilo y el Alzheimer que les devora las neuronas, y no paro de mirar el reloj para ver cuánto tiempo falta para que termine. Es terrible, y quizá premonitorio para uno mismo, lo que cuenta esta atípica película de animación. “Dedicado a todos, ancianos de hoy, ancianos de mañana” dice el rótulo del final. Para allá vamos todos, en efecto, si el cáncer, o la premonición Maya, o la guerra futura contra los iraníes, no le ponen pronto remedio. Debería enternecerme, estremecerme, inquietarmne, con Arrugas. Pero me jode su tonillo, su intención dramática, su banda sonora de melancolías empalagosas... No lo puedo remediar.





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Following

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Celebro el Día de la Raza  viendo una película de La Pérfida Albión, que es la nación traidora que nos tienen secuestrado Gibraltar. La veo subtitulada al castellano, eso sí, pero no como homenaje al idioma imperial de mis antepasados, sino como necesidad última de quien malgastó la asignatura de inglés, incapaz de entender que el morning escrito y el moneh realmente pronunciado eran la misma palabra. O que el “yu ar mai broder” evidente, se convertía, por arte de magia, en boca del enseñante de turno, en un “yuáh ma bradah” incomprensible y desconcertante. Por poner dos ejemplos.

La película es Following -que supongo se pronunciará fologüennhg, o algo así: la ópera prima del ser humano llamado Christopher Nolan que luego, con el tiempo, se convirtió en un dios adorado del uno al otro confín, como los emperadores romanos. Nolan rodó su little masterpiece en el año 98, en blanco y negro, con cuatro duros, en ratos robados al fin de semana, con actores no profesionales que debían de ser amiguetes o coleguillas del barrio. Uno de ellos, de hecho, que interpreta al ambiguo personaje de Cobb, y que deja una profunda impresión en el espectador, jamás volvió a participar en ninguna película, y ahora se gana la vida como arquitecto en Londres. Gracias, internet.

Following viene a ser como la Pepi, Luci y Bom de Almodóvar: también amateur, primigenia y cutre. Solo que aquí no sale Luci comiéndose un moco para animar la fiesta. Following no retrata la movida londinense de la droga o de la subcultura. Es una película de corte clásico, del género de timadores y timados, con giro y regiro finales que dejan un buen sabor de boca, y la emparentan con referentes del thriller que aquí no citaré, por no dar pistas sobre el desenlace sorpresivo. Sale en Following, eso sí, un mafioso armado con martillo que machaca dedos y cráneos a quien no le paga los dineros, o amaga con delatarle a las autoridades. Es curioso, y sintomático, que la ingestión de un moco nos produzca más asco que la rotura de un cráneo a golpes. Habría mucho que discutir sobre este tema. Hablar de la insensibilización creciente del espectador moderno. Una labor desmesurada, de cientos y cientos de páginas, que no ha lugar, por supuesto, entre este puñado de ocurrencias soltadas al hilo de lo que voy viendo, sin más pretensión que la distracción, y el desahogo.





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El círculo

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Aunque sea su película más aclamada, El círculo, que es la tercera película del iraní Jafar Panahi, es igual de aburrida que las dos anteriores. Imposible verla a según qué horas sin bostezar varias veces, sin mirar el reloj cada diez minutos, sin librar una dura batalla contra los músculos que sostienen el cuello y mantienen la vigilia.

Aquí Panahi no coge la cámara para perseguir a niñas caprichosas en historietas de moraleja infantil, sino a mujeres hechas y derechas que caminan a escondidas por las calles de Teherán. A veces huyen de la policía por delitos que en occidente también serían motivo de persecución. Pero otras veces, las más, tratan de evitar la multa o el calabozo por cosas como fumar en público, o viajar a solas en el autobús sin una autorización del padre, o del marido. Terribles pecados contra la moral y las costumbres, como se ve. Uno ya sabía de estas cosas antes de ver El círculo, pero una cosa es leerlas en los periódicos, o escucharlas en la radio, y otra muy distinta verlas en imágenes, en una película que en realidad es un docudrama filmado cámara en mano. Muy tremendo todo, y muy triste.

Sucede, curiosamente, en estas películas de Panahi, que los hombres de la calle, los que venden los billetes o conducen los taxis, son tipos amables que tratan a las mujeres con sumo respeto. Que las ayudan, incluso, los más valientes o civilizados, a esconder sus ridículos pseudodelitos contra la teocracia. Pero quizá no convenga engañarse. Es muy difícil distinguir quién las considera iguales en esencia y quién las trata con el cuidado reservado a los animales muy valiosos. También hay ganaderos que tratan a sus vacas como a reinas de los campos. Da un poco de asco, todo esto de Irán. 

Pero no debemos, tampoco, los occidentales, sentirnos muy superiores. Los sacerdotes de aquí y los sacerdotes de allá piensan cosas muy parecidas sobre las mujeres. Son religiones que comparten libros y tradiciones. Nuestra sociedad civil está hecha de un tejido muy frágil. Tenemos a muchos iraníes camuflados entre nosotros, esperando su oportunidad. Un nuevo gobierno y zas: ya están aquí otra vez, los ayatolás con alzacuello. Como hace cuarenta años. La victoria moral es, de momento, pírrica.




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Carmina o revienta

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Carmina o revienta es una película que jamás debería exhibirse fuera de nuestras fronteras. Y menos ahora, cuando España, nuestra patria arruinada, necesita ser tomada en serio por el calvinismo económico que rige el mundo. La Carmina que es madre biológica de Paco León es un personaje de catadura moral desconocida, que suponemos buena gente por presunción natural de inocencia. Pero la Carmina Ficticia que ella encarna en la película, es una delincuente grimosa, que uno sólo tolera en la farsa del guión, para echarse unas risas. Una ex-novia sevillana de Torrente metida en la delincuencia y en el chanchullo. 

Carmina o revienta está muy lejos de ser una exageración. Nos reímos -o se ríen- con las trapacerías de Carmina Ficticia porque son las mismas argucias que nos divierten en la vida real, acostumbrados a consentir el fraude, a jalear al chorizo, a considerar héroes a quienes tienen la valentía de no pagar, y de no contribuir. Los españoles no vemos  la parodia, o el exceso, que otros pueblos civilizados del Norte, con la mandíbula desencajada de horror, sí verían en la película. Nosotros vemos nuestra vida cotidiana reflejada en la pantalla, aderezada con unos toques folclóricos de sureña comedia. Nada más. Todo muy leve, e inocuo. 

Mi madre misma, que es una mujer honrada y cabal, y que también ha visto la película, siente repugnancia por las torticeras maniobras de Carmina. Pero me comenta, al mismo tiempo, atragantada todavía por la risa, que esa mujer, en el fondo, sólo es una “luchadora por la vida”. Una “madre coraje” que haría cualquier cosa por su familia. Pues bueno.




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Treme. Temporada 1

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Por la noche, en el sábado atípico  sin partidos de fútbol, veo los dos primeros episodios de la serie Treme. David Simon ha trasladado su máquina de sacar trapos sucios a Nueva Orleans ,devastada por el huracán Katrina. Nos coloca en el epicentro del drama tres meses después de la tragedia, cuando los que se quedaron tratan de rehacer sus negocios, y los que huyeron intentan salvar sus hogares del derrumbe. Si en el Baltimore de The Wire los desheredados usaban la droga para escapar de la realidad, aquí, en el barrio de Treme, los damnificados buscan la música como vía de escape a su frustración. El jazz  como centro de reunión social, como ritmo consustancial de la vida. Como música que a veces exalta el espíritu y a veces lo sume en la melancolía. Las trompetas y los trombones son la banda sonora de Treme, la banda sonora de la ciudad, lo mismo en los clubs que en los pasacalles o en los funerales.

Pero no todo es música en Treme. Otros habitantes de Nueva Orleans se dedican a denunciar el estado de las cosas. Es ahí, en el papel de un entrañable cascarrabias que podría ser el primo de Michael Moore en Luisiana, donde se produce mi feliz reencuentro con John Goodman, uno de esos mal llamados secundarios de lujo que siempre son principalísimos en sus películas, aunque sólo salgan cinco minutos. John Goodman es el inolvidable vendedor de Barton Fink, el  pirado veterano de guerra de El gran Lebowski. Uno de mis tipos preferidos. El actor con cara de noblote del que se sirve David Simon para soltar las verdades del barquero. Ésas que hablan tan mal del gobierno americano, despreocupado de sus ciudadanos más desamparados. De esa basura mugrienta y seguramente comunista...




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Lucía y el sexo

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Ya en la primera escena de Lucía y el sexo, el espectador masculino y corriente, de frustrada vida sexual, comprende que aquí no va a poder identificarse con el personaje principal. La primera vez que vemos a Tristán Ulloa lo descubrimos follando con Najwa Nimri en una playa solitaria, entre las cálidas aguas del Mediterráneo, con la luna llena iluminando los rostros orgásmicos de felicidad. Y esa experiencia, vedada al común de los mortales, coloca la película en el territorio del cuento, o de la fábula.

A los pocos minutos llega la confirmación de que los hombres no vamos a sacar  ningún aprendizaje. Porque que una desconocida como Paz Vega te aborde en una cafetería, te diga que lleva clavada en el alma tu última novela, y luego te suelte, de buenas a primeras, que está locamente enamorada de ti, sin conocerte de nada, sólo de verte, y de perseguirte por las calles,  es sin duda el sueño imposible de cualquier heterosexual masculino que no mienta sobre su condición. Las probabilidades de que esto le suceda a un tipo normal sin millones en el banco, y que no guarde un parecido razonable con Don Draper, el de Mad Men, requieren de un cálculo infinitesimal que sólo abordan las matemáticas más endiabladas.

Pero es que luego, con el tercer polvo del siglo, Lucía y el sexo ya se convierte en cine religioso, en evangelio de los milagros. O eso, o en un anuncio poético de las Loterías y Apuestas del Estado.  Lucía y el sexo quiere contarnos la historia de un fulano al que le tocan sucesivamente el pleno de la Quiniela, el gordo de la Primitiva y el gordo de Navidad. Pues la tercera muesca en el revólver de Tristán Ulloa es nada más y nada menos que Elena Anaya, la mujer que no es mujer, aunque lo parezca, pues ya ha quedado dicho en este diario que ella es un experimento gubernamental, una extraterrestre del planeta Palencia que decidió hacerse carne y luego actriz para dejarnos a todos turulatos, en maquiavélica maniobra de distracción.

Alejados, pues, de cualquier pretensión de verosimilitud, nos vemos inmersos una vez más en los mundos cinematográficos de Julio Medem, que siempre han tendido más a la poesía que a la prosa. Lo suyo es componer versos con la cámara, más que construir narraciones coherentes. Medem es un artista del riesgo, del enfoque original. Se mueve en terrenos muy delicados y peligrosos. Cuando sale airoso de ellos, le salen grandes películas como ésta que nos ocupa. En cambio, cuando se le va la pinza, y se pierde en sus propios simbolismos, le salen películas incomprensibles como Caótica Ana, o  como Habitación en Roma, a pesar se su par de pesares.


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El espejo

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El espejo, en un alarde de falta de imaginación, viene a ser la misma película de hace dos días, pero con una mínima variación. Si en El globo blanco una niña per´dia su dinero en una alcantarilla, y pedía la ayuda de los transeúntes para rescatarlo, ahora es otra niña quien se pierde camino de casa, al salir del colegio, y consume los noventa minutos de película preguntando direcciones, subiéndose a taxis y bajándose de autobuses. 

    Es en esto donde vemos la primera gran diferencia de la cultura iraní respecto a la nuestra. Allí no parece existir una policía uniformada que recoja a los niños perdidos y los lleve a comisaría para llamar a sus padres. A ningún habitante de Teherán se le ocurre esta solución, tan obvia para un espectador occidental. Quizá sean ciudadanos responsables que no delegan en nadie el deber de auxilio. Mejores que nosotros, por tanto, en ese aspecto cívico del comportamiento. Puede ocurrir, también, que en Irán sólo exista la policía secreta, vestida de paisano, y que se ocupe exclusivamente de asuntos trascendentales para el alma, como vigilar que las mujeres lleven bien puesto el hiyab, o que los hombres no profieran blasfemias mientras escuchan el partido de fútbol. Y parecen cumplir su labor con suma eficiencia: ante la cámara oculta de El espejo no se ve, ciertamente, un solo cabello de mujer agitado por el viento, ni a un solo hombre -cuando Irán marca un gol a la perversa Corea del Sur- que exprese su alegría cagándose en algo o mentando a la madre de alguien.




          Otra cosa que hemos aprendido en El espejo es que los iraníes, y las iraníes, cuando cruzan las calles atestadas de tráfico, lo hacen por cualquier sitio. Los pasos de cebra parecen estar de adorno. O quizá es que su uso ha sido condenado por la autoridad religiosa competente. Vaya usted a saber... El caso es que los habitantes de Teherán se juegan el tipo cada vez que cambian de acera. Suicida conducta que los irá diezmando poco a poco antes de entablar la batalla final contra nuestros ejércitos cruzados. También hemos constatado que las mujeres iraníes son tratadas como ganado en los transportes públicos. Como afroamericanos de los Estados del Sur antes de que Rosa Parks se plantara ante las autoridades. Pero este trasiego vergonzoso de mujeres, siendo lo más grave e indignante que uno ha visto en la película, ya era cosa sabida. Por eso la menciono al final, como un simple recordatorio.

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13 asesinos

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El cine japonés vive lastrado por la uniformidad fisonómica de los personajes. Uno entendería mejor sus películas si una horda de vikingos hubiese conquistado las islas hace siglos, mezclándose -es un eufemismo- con las mujeres autóctonas. En las películas ahora saldrían personajes discernibles y variopintos. Habría tipos altos y bajos, morenos y castaños, japoneses de ojos entrecerrados como ranuras de buzón y otros de ojazos abiertos como platos de alta cocina, al estilo de Oliver y Benji. A los diez minutos ya sabríamos quién es quién en el revoltijo de las peleas y las tramas. Pero la historia de Japón es la que es, cerrada y autárquica, y el espectador occidental, acostumbrado a las variaciones fenotípicas de su entorno, se pierde irremediablemente entre las fotocopias repetidas del mismo fulano. Como clones de un Jango Fett primigenio del Hokkaido.
Todos hablan, además, del mismo modo, indistinguibles en el timbre, como si la invarianza genética también se extendiera a las cuerdas vocales. Todos los guerreros de 13 asesinos parecen Toshiro Mifune repetidos en un eco. 

Es por eso que uno, sin quererlo, minusvalora películas como esta de 13 asesinos, en la que tardo más de media hora en distinguir a los samuráis que luchan por el bien de los que confabulan maldades en la oscuridad. Porque además de parecer idénticos y de hablar con voces parecidas, todos, los buenos y los malos, llevan la misma tonsura frontal rematada en la coleta. Un lío del copón, inextricable, que sólo en la batalla final queda resuelto, pues los malos, además de llevar un gorrito identificativo que es muy de agradecer, caen a tres por mandoble, tan torpicos ellos, mientras que los samuráis buenos aguantan veinte estocadas mortales antes de morder el polvo, en heroicos y muy trágicos estoicismos.






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El globo blanco

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Si el calendario maya está en lo cierto, dentro de dos meses y medio quedará clausurado este diario. El diario, y todo lo demás... He leído que ya se puede apostar dinero en internet sobre la gran hecatombe que acabará finalmente con esta humanidad degenerada. Una apuesta que nadie cobrará al día siguiente, por supuesto, y que sólo se hace por el placer de jugar.

Yo, para jugarme los jayeres,  me quedaría con la opinión de los politólogos más cenizos, que hablan de la inminente guerra de Occidente contra Irán, en un Armagedón petrolífero bendecido por ambos dioses monoteístas. Un pifostio que sacará los misiles a pasear y acabará, si no con la humanidad entera, si al menos con las civilizaciones organizadas. Un futuro a lo Mad Max, muerto arriba muerto abajo, con Mel Gibson ya viejuno conduciendo los coches destartalados por los parajes desérticos.

Se impone, por tanto, y con cierta premura, la celebración particular de un ciclo de cine iraní. Para ir conociendo la idiosincrasia del enemigo. Al final no serán los chinos -pueblo sin dioses coléricos- quienes destruyan el mundo en un arranque de orgullo religioso. Serán los persas, y los evangélicos de la América Profunda, quienes pulsen el botón rojo inspirados por el dedo vengador de los santos espíritus.

Así que inauguro este ciclo dedicado a la filmografía iraní -que presumo fértil en los sociológico, y mortal para el entretenimiento-,  con las películas de Jafar Panahi. De la primera, El globo blanco, no he podido extraer grandes aprendizajes sobre aquella civilización. La trama: una niña sale de su casa para comprar un pez de colores, pierde el billete en una alcantarilla y busca ayuda entre los transeúntes para recuperarlo. El globo blanco es el retrato minimalista de una simple anécdota. Apenas se ven las calles de Teherán, o salen adultos que digan algo importante, o yihadista. O quizá sí lo dicen, pero muy artísticamente, y muy subliminalmente, y yo no me he enterado. De hecho, busco en internet la opinión de algunos iraniólogos de guardia y descubro, sorprendido, lecturas profundísimas, de sociopolíticas para arriba, sobre el tío con boina que vendía el pez a la niña, o sobre el dueño de la tienda que bajaba la trapa con el gancho. Todo un submundo de pistas, de referencias, de claves. Y uno, como es sabido, no llega a tanto. 

Sólo me he quedado con la idea -por otra parte ya intuida- de que los niños de Irán, cuando quieren algo, pueden ser tan plastas y tan caprichosos como los niños de Occidente.





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