El matrimonio de María Braun

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De las primeras cosas que uno oye cuando se matricula en clase de cinefilia, es que las películas de Rainer Werner Fassbinder, ¡el maestro alemán!, son el no va más de la genialidad, el cine de autor elevado a la enésima potencia de lo personal. Uno, sin embargo, que se ha criado en provincias, y que se ha educado con una televisión vendida al dólar de los americanos, nunca había visto, hasta hoy, una película del insigne germano. Veinte años de cinefilia coja que han sido, por fin, reparados, con la que dicen los entendidos que es la pera limonera de su obra: El matrimonio de María Braun.

Qué quieren que les diga... Mi formación cultural, o más bien la falta de ella,  me impide apreciar estas películas en lo que seguro tienen de artístico, y de profundo. No es culpa de sus autores. Y eso que uno ha leído libros, y ha visto documentales, y entiende el trasfondo histórico de María Braun y su matrimonio fallido. Uno entiende que la prostitución de María es una metáfora de la Alemania alquilada a los americanos en la posguerra. Uno sabe del milagro económico, de los cadáveres bajo la alfombra, del orgullo herido que aún aflige el alma de los alemanes… Uno quiere interesarse realmente por María Braun, por su cónyuge encarcelado, por su vecindario famélico. Pero a los diez minutos de película, uno, que desea a toda costa volverse intelectual, cinéfilo, fassbinderiano de pura cepa, empieza a pensar, sin quererlo, en otras cosas: el final de agosto es el fin de las vacaciones, el principio de un nuevo curso, y en esta época crucial la mente vuela, calcula, se reaposenta. Uno pasa ratos enteros viendo a María Braun sin verla en realidad, como un fondo de pantalla en el ordenador.

Luego la trama se estanca, se hace pesada. Hay giros de guión que le dejan a uno turulato, e incrédulo. Otros los llamarán “arrebatos del talento”, o “destellos de autoría”. Si no fuera por la belleza de Hanna Schygulla, que llena la pantalla de rubio y de azul cual bandera ondeante de Ucrania, uno habría dimitido como espectador a mitad de película. Y ni siquiera es una belleza que te haga soñar, o flirtear con el amor imposible: tan rotunda ella, tan robusta, tan excesivamente teutona que asusta un poco.




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Attack the block

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Está en una edad muy difícil, el chaval. La fronteriza, la indefinida: ahora mismo no es un niño, pero tampoco un adolescente. El mundo de Disney le queda muy lejos; el mundo de los muchachotes que se matan a pajas, también. Uno quiere dar en el clavo con las películas, y ofrecerle cosas que no pequen de ñoñería, pero que tampoco le avergüencen, o le sobresalten, con un adulto de carabina sentado a su lado.
Attack the block es una película que viene muy recomendada en los círculos de la juventud. La protagonizan cinco macarras con sudadera que se enfrentan a la invasión alienígena en los suburbios de Londres, a hostia limpia, armados de bates de béisbol, de armas blancas, y de mucha mala follá en la mirada. ¿No recomendada para...? Menores de 13 años. ¿Muertes? A porrón. ¿Tacos? Un cosechón, fecundo y variado. ¿Sanguinolencias? Digamos que de gore descafeinado. ¿Desnudos? La película no iba de eso. ¿El 13 de la recomendación? Quién sabe. Todo son opiniones.

Al terminar la película hemos bajado al parque. Pitufo juega unas partidas de ping-pong con otros muchachos de su edad. Uno de ellos, cuando golpea la pelota, emite gruñiditos de fatiga. Un amigo suyo, mientras espera  turno, comenta: “Se parece a la Sarapova cuando grita, que parece que se la están follando”. Todos los chavales, incluido Pitufo, se ríen. Más tarde, por la noche, en la portada de los telediarios, aparecen los huesos calcinados de dos pobres críos desaparecidos hace un año en el Sur. Se dan pelos y señales sobre el poder calorífico que tuvo que haberlos reducido a semejante estado. A los pocos minutos, quince mantas ensangrentadas cubren nuevos cadáveres en la guerra sin fin de la Tierra Prometida. Un miembro de la realeza se ríe en nuestra puta cara después de habernos robado –presuntamente, of course- los millones. La violencia campa por doquier. La película de la tarde ya no parece tan salvaje, ni tan inadecuada.

 Con Attack the block, por lo menos, te reías un rato.




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El otro

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Gentes muy entendidas en el arte de la actuación me recomiendan, con gran profusión de alabanzas y adjetivos, El otro, película argentina que protagoniza un actor por el que dicen beber los vientos, y arrodillarse en pleitesía: Julio Chávez. Yo les miento, por supuesto, y les digo que es un tipo al que ya conozco de otras películas, cojonudo y tal, de registros amplísimos, y de repertorio inmensurable. No sé si me creen, porque miento igual de mal que las monjas novicias, pero tengo que mantener la pose de cinéfilo global, que no sólo sabe de cine norteamericano, o español, o de las películas de Pixar vistas con el chaval, sino que es capaz de mantener conversaciones sobre las filmografías del Cono Sur, y del Extremo Oriente. Mi prestigio, entre los cinéfilos de verdad, es ínfimo, y tengo que defenderlo con uñas y dientes, tan delgadito él, como un tallo recién brotado.

Me enfrento a El otro esperando ver una película argentina como todas, con mucha verborrea, mucho actor simpaticote. Mucha mina que, sin ser bella, tenga el encanto irresistible de su dicción rioplatense. Y lo que me encuentro, anonadado, es la otridad, la cara menos conocida del cine argentino. Su versión más arcana y minimalista. La película indescifrable que apela a la pasión nacional por el psicoanálisis ¿Cómo describir una película como El otro? Un tipo que viaja a otra ciudad, usurpa la identidad de un muerto, se tira a la Dulcinea más hermosa del villorrio, y luego regresa a su vida como si tal cosa hubiese sucedido, sin aparente moraleja, sin aprendizajes que el espectador pueda aprovechar para su aventura personal. ¿O he sido yo, quien sorprendido con la propuesta, no he llegado a entenderla? ¿Tan obtusa me han dejado la mente las cinefilias norteamericanas? Y más aún: ¿quién ha visto, en realidad, esta película? ¿Yo, yo mismo, el sujeto que esto escribe? ¿O fue, quizá, precisamente, el otro, el tipo que usurpa mi identidad a la hora de la siesta y ve el cine medio amodorrado y medio estupidizado? 

Inmenso, sí, Julio Chávez. Supongo. ¿Cómo distinguir una interpretación minimalista de una no-interpretación, o de una interpretación sólo al alcance de los mejores? A los expertos encomiendo mi juicio.



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Barbarroja

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Comienzo a ver Barbarroja convencido de que es una película más de hostiazas y espadazos. Es de samuráis, en blanco y negro, de Kurosawa, con Toshiro Mifune en el papel principal... No hay equívoco posible. Sin embargo, al cuarto de hora, me veo inmerso en un drama de médicos con coleta que gestionan una clínica rural para pobres. Una clínica comunista, todo hay que decirlo, porque aquí, además de diagnosticar las enfermedades, los médicos se preocupan de las causas sociales que las provocan: de la pobreza, de la explotación, de la usura de los ricos... Y no cobran, además, a los más harapientos. Una película, pues, minoritaria, y peligrosa, que presumo será poco a poco apartada de las programaciones. Para que no cunda el ejemplo, y no surjan las preguntas incómodas, ahora que la salud habrá que pagarla, y copagarla, con unos extras exprimidos al bolsillo.

Pero no todo en Barbarroja es enfermedad y pobreza. También hay alguna pelea que rompe la monotonía y mata el gusanillo de las espadas y las cabriolas. En su última película juntos, Kurosawa le permitirá a Mifune una exhibición final de sus habilidades marciales.  Será en el burdel del pueblo, contra una pandilla de proxenetas que le impiden cuidar de una prostituta enferma. Mifune los destrozará sin despeinarse un pelo de la barba, a pleno cachete, como un Bud Spencer de los barrios de Kyoto. La última de sus peleas para el maestro. El último desahogo de la testosterona. Una paliza crepuscular.

En las casi tres horas que dura Barbarroja hay tiempo para todo: para estremecerse con la belleza de algunos paisajes; para bostezar con el movimiento ralentizado de los personajes; para ensimismarse con la poesía visual de algunas escenas. Para sentir vergüenza ajena cuando los actores sobreactúan y dejan de hacer cine para representar una obra del teatro kabuki. Una mente obtusa y occidental como la mía, enfrentada al cine japonés,  trata de recoger las flores apartando las espinas. Sólo hay que tener un poco de paciencia para recoger el premio de un diálogo profundo o de un momento bellísimo, que siempre están al caer. Los largo-largo-metrajes japoneses son ejercicios sintoístas de la paciencia, prescripciones orientales contra la prisa. Me vienen bien, de vez en cuando...




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Conocimiento carnal

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El problema de Conocimiento carnal es que ya no puede escandalizar a los hipersexualizados espectadores del siglo XXI. Hace cuarenta años la película levantaba erecciones, arrancaba grititos, encendía debates... Ahora sólo es una curiosidad antropológica sobre el cine liberal de los años setenta: el que asustaba a las viejas, el que atareaba a los censores, el que provocaba soponcios entre las amas de casa.



       Las conversaciones de Nicholson y Garfunkel sobre si sus novias universitarias se dejarán tocar las tetas por encima del jersey, provocan -oídas ahora, en la posmodernidad de lo pornográfico- casi la risa. Uno, que ya va para viejo, y que todavía vivió esos coletazos del puritanismo, se reconoce en las cuitas amatorias de los protagonistas. Éramos así de inocentes y de románticos. Unos caballeros andantes, comparados con la muchachada de hoy en día. Ahora pasas por delante de cualquier instituto y las “fases aproximativas” de Conocimiento carnal aquí son lecciones de la vida aprobadas en Educación Primaria. Los adolescentes contemporáneos están a diez mil años sexuales de aquellos mojigatos universitarios de los setenta. Y de nosotros, los cuarentones, que llegamos tan tarde a la revolución de las costumbres. 

           Luego, a partir de la media hora, la película deriva hacia aburridas escenas del matrimonio, con mucha discusión sobre si “ya no lo hacemos tanto como antes” o  “empecemos de nuevo con lo nuestro”. Nos sabemos de memoria los diálogos y las reacciones. Se nos desencajaría la quijada en un bostezo si no fuera porque ella, la mujer que discute con Nicholson, es Ann Margret. Su belleza es lo único intemporal que atesora la película. Y cuando hablo de su belleza, hablo de su belleza casi íntegra, en inusual acontecimiento de las películas antiguas.. Me costó encontrar a Ann en una película decente –aunque indecente-, pero cuando por fin lo hice, me fue regalada de una vez por todas, sin acercamientos progresivos. Porque en Conocimiento carnal hay, además de mucha verborrea, mucho carnal conocimiento. Pero no vayan ustedes a pensar: se atisba, más que se ve; se adivina, más que se calibra; se calcula, más que se examina. Hay que ver con qué habilidad se manejaba por entonces la sábana, la sombra, el montaje aguafiestoso. Ann Margret es el único escándalo que sobrevivió a la película. Su más firme legado. 



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Patton

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Recuerdo haber visto Patton de niño, con diez o doce años, en un reestreno para la pantalla grande que entonces era práctica habitual. Había batallas, tanques, cañonazos, y el general Patton soltaba muchas veces la expresión “hijo de perra”. La fiesta absoluta para un niño de barrio.... Eran una fiesta, sí, las películas de guerra. Nunca nos perdíamos una cuando la daban en la tele, o cuando la ponían en el cine. Sobre todo si era de la II Guerra Mundial, que nos la sabíamos de cabo a rabo, desde las playas de Iwo-Jima hasta las playas de Dunquerque.

       Si caía un soldado alemán nos alegrábamos, porque ellos eran los malos, los jodidos teutones. Caían a decenas, en cada cañonazo, lanzados al aire como guiñapos por la fuerza tremebunda de la onda expansiva, portadora de la verdad y de la democracia. Los alemanes siempre se llamaban Otto, o Hans, o Karl, y merecían la suerte que les había deparado el destino, por estar en el lado equivocado de la trinchera. Sentíamos pena, en cambio, si el que moría era un soldado americano, porque era una muerte siempre injusta, agónica, en la última bala de los diez ametrallamientos que lo persiguieron, con música muy sentida mientras transmitía sus últimos deseos a los compañeros. Al final siempre lo enterraban en una fosa improvisada, con su fusil haciendo de cruz, y en la culata que sobresalía grababan Sam, o Bill, o Jim, el nombre invariablemente monosilábico del muchachote que se había ganado nuestra simpatía porque guardaba bajo el colchón la foto de su novia rubia en bikini.

       De niños teníamos estos sentimientos, sí, pero no íbamos al cine para conmovernos por el drama humano. Sabíamos que esas batallas no eran inventadas, que habían causado muertes reales en escenarios sangrientos del pasado. Pero era un conocimiento sin emoción, neutro, como el que se aprende en un libro de texto. A nosotros nos interasaba ver en acción a los Panzer, a los Stukas, a los Spitfire, a los lanzallamas que casi siempre llevaban los alemanes y que arrasaban con un montón de soldados aliados a la vez, en un churrascazo de mucho cuidado que nos dejaba muertos de envidia. Quién tuviera uno así, en el cole, para freír a unos cuantos capullos en su punto… Éramos unos pequeños psicópatas, unos pequeños cabronazos insensibles. Unos monstruos fascinados por la tecnología de la muerte.

       Hoy he vuelto a ver Patton. Es una película que se ha quedado vieja. Muy vieja. Ya no puede conmover a nadie, excepto a los carcamales que sueñan con pasados heroicos, y con marchas militares sobre Cataluña. Hoy en día, la glorificación de un militar es igual de ridícula que la glorificación de un político. O de un obispo. Ya sabemos quiénes son, los unos y los otros. Sabemos de sobra qué les anima, qué les reconcome, qué les mueve a la acción. Qué mierda esconden detrás de las grandes palabras y de los grandes gestos. No son trigo limpio. Nunca lo fueron. Patton, la película, con su amable retrato del generalote malhablado y campechano, ya es prehistoria del cine.




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Sans Soleil

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Venía muy recomendado este documental francés, Sans soleil, del recientemente fallecido Chris Marker. "Un embrujo, un ensueño, poesía filmada…". Cosas así decía la prensa y escribían los foreros. Y quizá fuese así, en el año 83, cuando nada sabíamos de Japón -del Japón, decíamos- y cualquier parrafada poética que sonara a orientalista nos dejaba el alma arrebatada. Pero ahora, casi treinta años después, Sans soleil no pasa de ser un documento curioso, entretenido, y también muy pedante. Han sido treinta años muy fructíferos en lo que al conocimiento de Japón se refiere: muchas siestas de La 2, mucho canal Viajar en las plataformas de pago, muchos españoles por el mundo que terminaban recalando allí por trabajo, o enamoriscados de una geisha complaciente… 

Ahora paseamos virtualmente por las calles de Tokio y nada nos sorprende en demasía. Ya sabemos tanto de los japoneses como de los extremeños. Sans soleil redunda, pero no aporta. Y en algunas cosas, como en la parte dedicada a la esencia taoísta de los videojuegos -o un rollo parecido- se ha quedado antiquísimo. Tanto como el PONG de Atari. O la primera película de Tron.

¿Hay alguien, de verdad, entre tanto entusiasta del documental, que entienda el sentido último de lo que narra la voz en off? ¿Hay alguien que sepa explicar esos saltos narrativos que de repente nos conducen a Cabo Verde, o a Islandia? ¿Qué pretende Sans soleil? Más allá de sus bellas imágenes, su discurso resulta arcano y cargante. Eso sí: quien tenga la suerte de escuchar la voz original francesa, podrá disfrutar, si no del contenido, sí del continente. Poco importa que el discurso sea inconexo y pretencioso si la voz de esta mujer, Florence Delay -gracias, IMDB- te acaricia con la suavidad de una amante. Ya he dicho en algún sitio que en francés, si es una mujer quien te habla, todo suena a seducción y a sexo presentido. Aunque sean filosofadas sobre el carácter peculiar de los nipones. Sans soleil es, en ese sentido, un documental erótico como pocos. 



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Una mujer en África

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Durante unas horas terribles del atardecer he temido estar loco. Loco de remate. De los de verdad, de los que son conducidos al manicomio arrastrados por cuatro forzudos de bata blanca. O eso, o que estaba sufriendo un delirium tremens sin alcohol. O un rapto psicótico sin marihuana. O un traumatismo craneal sin accidente. Así he pasado la tarde, con el sofocón, con el acojone, barajando las distintas explicaciones de mi mala cabeza, hasta que los foros de internet, a veces tan frustrantes, a veces tan salvíficos, vinieron a demostrarme que no estaba loco, o que al menos mi locura era ampliamente compartida: Una mujer en África, dijeran lo que dijeran algunos críticos insignes, era una sandez inexplicable, inexplicada, el despliegue emocional de una Isabelle Hupert entregada a la causa de la nada, entrando y saliendo del jodido cafetal sin más propósito aparente que entrar y salir. 

Tengo que apuntar el nombre de estos críticos en una libreta. Siempre lo digo, pero nunca lo hago. Luego pasa el tiempo y se me olvidan sus nombres. Y así nunca me desembarazo de ellos, porque tarde o temprano vuelvo a toparme con sus gustos antipodianos, con sus opiniones marcianas, con la autoridad intimidante que otorga el escribir en un periódico de prestigio, o en una web de lujo. Esos reductos donde sueltan -sin que les tiemble la escritura- que Una mujer en África es la obra maestra del último cine francés. Tengo que apuntarlos, sí… A estos sospechosos habituales.




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Conspiración de silencio

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Mientras los pueblos de España celebran sus fiestas en honor a la Virgen, yo, escondido en la oscuridad del salón, me rasco la cabeza preguntándome por qué estoy viendo Conspiración de silencio a la hora de la siesta. Y no porque sea una mala película, ni mucho menos, aunque Spencer Tracy haciendo de héroe viejuno en el Far West sea una cosa de mucho pasmo. El guión juega sus cartas con habilidad, y los actores tienen carisma y jetos contundentes. Por ahí pululan Walter Brenan, Lee Marvin, Robert Ryan..., hombres hechos y derechos que nacieron para bordar estos papeles de pistoleros curtidos. Ya digo que no es una mala película, aunque grandiosa, la verdad sea dicha, tampoco.

Sucede, simplemente, que no puedo rebobinar el hilo mental que me llevó hasta Black Rock. ¿A quién perseguía yo cuando me topé con Conspiración de silencio? ¿A Spencer Tracy, quizá, que es uno de los espíritus que más se pasean por mi televisor? Es la opción más probable, porque Lee Marvin, por muy buen actor que sea, es un tipo al que me voy encontrando por casualidad, como esos amiguetes sin cita que suelen aparecer por el bar. Y el director de la función, John Sturges, apenas es un conocido al que saludo de vez en cuando. 

Preguntado así, a bocajarro, sólo podría mencionar de su obra Los siete magníficos, y La gran evasión. Mi ignorancia es, como ya ha quedado patente, lamentable en muchas materias. Mi pretendida cinefilia no es más que un queso gruyere con más agujeros que queso. El cinéfilo fetén se echará las manos a la cabeza cuando lea estas cosas. ¡El gran John Sturges, ninguneado por este mequetrefe! ¡El soberbio artesano, el gran maestro, el clásico director, maltratado por este mentecato que dice ser aficionado al cine! Pues sí, señores. Así son las cosas. No les voy a quitar la razón. Pero eso no hará que me ponga a bucear en su filmografía. Y no es que me regodeé en el error: es, simplemente, que ya no tengo tiempo para rectificar. ¿La filmografía incógnita de John Sturges o los próximos estrenos en la tele de pago? ¿Los inicios prometedores de John Sturges o la enésima temporada de mis series preferidas? ¿La época de madurez de John Sturges o el repaso gozoso a la filmografía íntegra de Azcona y Berlanga? Estudiaré a John Sturges en otra vida, con todo el tiempo por delante. Emprenderé un aprendizaje más sistemático, con una paciencia más refinada, con un tutor que me enseñe bien las lecciones, una a una, sin saltarme ninguna esencial. Como en esta vida han hecho los alumnos más aplicados.






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El mundo es grande y la felicidad está a la vuelta de la esquina

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Y aquí está, por fin, la primera película búlgara de mi vida. Se hizo de rogar, pero cuando llegó, lo hizo con el título más largo imaginable: El mundo es grande y la felicidad está a la vuelta de la esquina. Frase que pretende ser un canto a la vida, un acicate a nuestra lánguida voluntad, y que esconde algo de verdad y mucho de mentira. Porque que el mundo sea grande es asunto relativo y de mucha discusión, como bien saben los que viajan a Moscú y se encuentran al vecino del quinto en la Plaza Roja, visitando la momia. Y por otro lado, que la felicidad esté a la vuelta de la esquina, siendo muchas veces verdad, nada dice de la posibilidad real, casi siempre nula, de alcanzarla. Ahí está, sin ir más lejos, el despacho de quinielas que nunca me hace rico, o la pelirroja cuyo asentimiento me haría un hombre feliz. Ahí están, tan cerca, y tan lejos…

Ahora que ya no hay tanques soviéticos rondando por sus calles, los países del Este aprovechan sus películas para soltarle unos buenos palos al comunismo. Ahí están los extintos alemanes repúblico-democráticos, con Good bye, Lenin o La vida de los otros, o los polacos, con Katyn, o Popieluzsko, tan grata esta última a nuestra ultraderecha católica. Los rumanos dejaron testimonio de los grises tiempos de Ceaucescu con 4 meses, 3 semanas y 2 días, y los checos, pioneros en la denuncia, ya protestaron lo suyo en Kolya, o en La insoportable levedad del ser, aunque esta última la pagaran los americanos, y saliera en ella la belleza divina de una francesa muy chic. Eso sí: fueron los mismísimos rusos quienes gracias a Nikita Mijalkov filmaron la crítica más demoledora contra el sistema soviético, la más honda, la más poética, la que es distinta a todas las demás: Quemado por el sol.

Del cine búlgaro, en cambio -como del húngaro, o del eslovaco- nada sabíamos hasta la fecha. Y poco, muy poco, de la propia Bulgaria. Y por eso mismo, porque somos muy ignorantes, se agradecen las películas que vienene de países tan ignotos, ya que además de una historia que nos conmueva, nos traen noticias de cómo son sus gentes: qué comen, a qué juegan, qué programas ven por la televisión... De El mundo es grande y tal y tal, yo, la verdad, he sacado poca cosa. He aprendido, eso sí, que allí juegan mucho al backgammon. A todas horas. Que el backgammon, más que un juego, es una metáfora nacional de la vida. Que los abuelos regalan a sus nietos un tablero de backgammon como ritual de entrada al mundo de los adultos. Que el backgammon tienen pinta de ser un estrujamentes de mucho cuidado. Y cosas así... Porque sucede que una mitad de la película transcurre en Alemania, de cuya fauna y flora ya lo sabíamos casi todo, y la otra mitad en una taberna de la Bulgaria rural, que lo mismo podría ser el bar Paco de Villamulas del Peral, con su tabernero, sus parroquianos, sus mesas de formica. Floja como película, escasa como documental. La olvidaré, muy pronto.



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Últimos días de la víctima

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Emperrado en la tarea de completar mis círculos imperfectos, veo -o más bien malveo- Últimos días de la víctima, una película  de Adolfo Aristarain. Y digo malveo porque la única copia que ofrece internet es una versión sacada de un VHS casero, con imagen borrosa y sonido lamentable. Millones de hispanohablantes aficionados al cine no han sido capaces, en años, de colgar en la red una versión más apañada. Y es extraño, porque por muy vieja que sea la película, se trata de Adolfo Aristarain, ya digo, y de Federico Luppi, dos pesos pesados a ambos lados del Atlántico. Así que uno, a pesar del cabreo, debe dar las gracias a este inspirado fulano -o fulana- que un buen día decidió que su cochambrosa grabación podía serle útil a alguien.

Últimos días de la víctima es un thriller patagónico que no consigue emular la atmósfera que sí crean sus primos californianos, aunque Luppi, como siempre, se deje el bigote en el intento. Pero debo de ser su único espectador defraudado, porque las opiniones en internet son todo loas y alabanzas. El que menos, la pone de magistral y de thriller modélico. ¡Su guión lo firmaría el mismísimo Borges, o el mismísimo Kafka!, claman los más entusiastas. Y yo, ante tal torrente de simpatía, me siento como un estúpido en mitad de la multitud, a solas con mi hosca opinión, que es la mía, faltaría más, pero en la que es evidente que algo no funciona. Algo me he perdido que los demás opinantes, todos de muy alta prosapia, sí han visto en Últimos días de la víctima: un tono, una alegoría, un magisterio. En las otras películas de Aristarain yo era uno más con la masa, que aplaudía casi unánime. Pero ahora vuelvo a ser el Jeremíah Johnson de las estribaciones cantábricas. Vuelvo a ser el cegarato de la platea, el despistado de lo artístico, el más estúpido de los espectadores. Tendría que volver a verla, para deshacer este equívoco. Repasarla con otra atención, con otra actitud, más sentado que tumbado, más despierto que somnoliento. 

Pero para verla de nuevo tendría que volver a descargarla, pues la he borrado del disco duro en un arrebato de decepción. Otra vez el tiempo infinito de la descarga, otra vez la imagen pésima y el sonido cochambroso…




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El vuelo de la paloma

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Cuánto nos reíamos, en los años ochenta, de los fachas... En las películas españolas los ridiculizaban  como espantajos risibles del pasado. Y nosotros aplaudíamos felices y liberados. Qué tontos fuimos.

    Termino de ver El vuelo de la paloma, comedia entrañable del dúo García Sánchez y Azcona, y una insidiosa melancolía se instala en mi ánimo. Aquí se ríen de un fascistilla que regenta la Asociación de Amigos del Tirol, y que se pasa todo el día asomado al balcón, lanzando proclamas, exhibiendo banderas, riñendo a los artistas porque ya no ruedan películas como las de antes, como Raza, o ¡A mí la legión!, o Los últimos de Filipinas... Cuánta risa nos daban entonces los fachas, sí. Cuando de jóvenes íbamos al cine pensábamos que estos tipos ya eran toro pasado, carne de carcajeo, fantasmones sin susto. Pensábamos que España era un país definitivamente moderno, liberal, europeo. Eran los años de la movida, del revolcón, de los armarios abiertos. Los socialistas siempre ganaban las elecciones. Chanchullaban, mentían, traicionaban los principios, pero también construían hospitales, y escuelas, y repartían condones entre los jóvenes, aunque muchos no llegáramos ni a estrenarlos, perdedores eternos en la ideología ancestral de las mujeres guapas.

    En los años ochenta pensábamos que todo el monte era orégano. Qué poco sabíamos.... Sólo cuatro años después de estrenarse El vuelo de la paloma, un admirador de los viejos tiempos, con mostacho falangista y cara de mala hostia, gobernaba este país con una máscara de sonrisa falsa que te helaba la sangre. Luego se le subió la megalomanía hasta el bigote, y envuelto en banderas y en himnos militares nos llevó al borde del abismo moral. Desaparecido del panorama, creímos que su presencia sólo había un mal sueño, la psicosis colectiva de un puñado de votantes engañados. Y alegres y triunfantes volvimos a reírnos de los fachas, de los derechistas carpetovetónicos, de los pijos de Nuevas Generaciones. De las rubias con mechas que sabían perfectamente cuanto costaba un bolso de Loewe y no tenían ni puta idea de lo que costaba un kilo de tomates. Cuánto nos volvimos a reír de ellos, sí.

     Y de repente, en una cascada vertiginosa de acontecimientos que todavía no hemos acertado a digerir, unos fulanos dejan de pagar sus hipotecas en Estados Unidos y por arte de magia los tenemos otra vez aquí, aprovechando la ruina y la depresión, a los nietos de los fachas, a los hijos de los fachorros, trajeados, engominados, melifluos, riéndose ahora de nosotros: de los progres, de los rojos, de los perdedores de la historia, de los tontainas del buen corazón, de los ignorantes de la vida.





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Generation Kill

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Termino de ver los siete episodios de Generation Kill. Si lo que pretendía David Simon era que uno empatizara con estos marines de bajo escalafón, no lo ha conseguido. Pretende hacernos creer, con una insistencia machacona en los diálogos, que estos locos con sus gatillos son gente sensible y humanitaria. Unos simples mandados, en esto de asesinar moros comunistas  en el desierto. No, hombre, no.... Uno sí se apena, por ejemplo, de los soldados de la II Guerra Mundial, porque eran tipos, en su mayoría, arrancados de sus granjas, de sus pueblos, de sus talleres en la ciudad, a los que ponían un fusil en la mano y enviaban al matadero. ¿Pero estos marines de las guerras modernas, voluntarios todos en el oficio, hipertecnificados y chulescos? Bah
            Ahora mismo termino de ver un partido de la selección norteamericana de baloncesto, en los Juegos Olímpicos. Han ganado 100-0, o algo así, a un país de esos que suelen bombardear cuando el negocio vive horas bajas, o cuando el presidente de turno se presenta a la reelección y quiere dar un subidón en las encuestas. Son la hostia, sí, los atletas de la NBA. ¿Pero quién puede sentir simpatía por ellos, más allá de los adolescentes, o de los pijos vendidos a Nike, gente toda ella sin criterio? Ahí están, descojonándose en cada canasta propia, partiéndose el culo en cada cagada ajena, saludándose a todas horas con gestos raros de las manos. Ellos son los soldados invencibles y prepotentes del deporte, como los chicos de Generation Kill son los soldados imbatibles y pendencieros de la guerra. Insoportables, todos



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Hilary y Jackie

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Con la biografía atribulada de Mozart, Milos Forman rodó hace tres décadas Amadeus, un clásico intemporal alejado de cualquier cliché de los biopics. Por el contrario, con la vida igualmente atribulada de Jacqueline du Pré, este tal Anand Tucker filma un bodrio de cuarta categoría titulado Hilary y Jackie, sólo comparable a las TV movies con las que Antena 3 rellena su programación vespertina. Esa es la diferencia entre el gran cineasta y el mero colocador de cámara; entre el hombre cultivado que sabe dónde poner los subrayados y el mequetrefe sin luces que se deja llevar por la vena lacrimógena y marujil.

Llevo años escuchando la música de la malograda Jacqueline du Pré mientras escribo, o mientras sueño con mundos mejores en la oscuridad del habitación. Sus dúos con Daniel Baremboim son piezas que obran ese raro milagro de reconciliarte con la vida. Es por eso que Hilary y Jackie, de cuya existencia supe hace unos meses, era parada obligatoria en este periplo estival por las cinefilias menos transitadas. Y digo bien, obligatoria, y no deseada, porque ya en el mismo título de la película había algo que me desagradaba: Hilary y Jackie, como Banner y Flapy, como Pili y Mili, algo que sonaba a cursilón y tontaina, y que luego se vio lamentablemente cumplido ¿Qué nos importa la vida de su hermana Jackie, la flautista, si nosotros vamos detrás del genio, de la vida excepcional, de la artista irrepetible?  Si al menos se odiaran como Joan Crawford y Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?, habríamos disfrutado de un melodrama tenso y malévolo, con ex-estrellas de la música en lugar de ex-niñas prodigio de Hollywood. Pero Hilary du Pré, además de personaje real en la película, es coguionista de este culebrón, y no iba a permitir que una buena historia estropeara su mermeládica participación. Con el ego hemos topado, amigo Sancho.




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I want you

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Es un impulso obsesivo el que me lleva a completar las filmografías de mis directores preferedios, aunque ya sepa, por dolorosa experiencia, que muchas de esas películas merecen de sobra su lugar en el desván. Supongo que por eso llaman, a lo mío, una cinefilia de caballo Si uno pudiera acallarla, regularla, someterla a la fría reflexión de los datos, quizá mi vida sería diferente, o el tiempo de ocio, al menos, más fructífero y relajado.

            Pero los mismos dioses que me regalaron el cine me regalaron la tara de la bulimia, y ante sus designios sólo cabe la resignación. Alabados sean por siempre, aunque me hagan perder el tiempo en películas como I want you, de mi idolatrado Michael Winterbottom, que en su -también- obsesiva compulsión de hacer una película cada año, va construyendo su filmografía con unas paladitas de cal y otras de arena.




            Que una película sea tan difícil de rastrear en Internet -y para I want you tuve que ponerme la gorra de Sherlock Holmes y comprarme la lupa más cara de la óptica- es síntoma de que o es una obra maestra maldita (en el 5% de los casos), o un lastre hundido por su propio peso en las profundidades del olvido. I want you es una versión oscura y carnal de Algo pasa con Mary, solo que aquí Mary se llama Helen y es la peluquera buenorra del pueblo, a la que todos los tíos, sean estos pinchadiscos, exconvictos o adolescentes tarados, quieren tirarse aplicando cada uno su táctica cinegética. Y es que Helen lleva en el rostro la belleza superlativa de Rachel Weisz, y una chica como ella, en un pueblo de mala muerte como éste, supone una incongruencia cósmica de tal calibre que sólo puede causar la confusión, el sinsentido, el pasmo intelectual del espectador que nunca atina ni con el género ni con la trama. Una historia así sólo puede abordarse en tono de comedia, porque tomada en serio, como se quiere la  tomar Winterbottom, lo que sale es una farsa inenarrable y aburrida.


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Gente de mala calidad

🌟🌟

Me gustaría encontrarme cara a cara con el fulano que en algún sitio de internet, o en alguna columna de la prensa, llegó a escribir que Gente de mala calidad era la gran comedia española de nuestros tiempos. Me gustaría gritarle cuatro cosas a la cara, a este juntaletras seguramente paniaguado por la productora. A este timador del tiempo libre, que es un bien tan preciado en el otoño de la edad. 

Son decenas, centenares, las grandes películas que uno todavía no ha visto, y que están ahí, en los canales de pago, en las estanterías de las tiendas, en las programaciones de madrugada, esperando su oportunidad. Son miles de horas que uno espera y atesora como agua de mayo en la sequía general de la vida. La vida es corta, terriblemente corta, y uno, que desgraciadamente no puede ganarse la vida yendo a festivales para ver todo lo que se produce, necesita que le orienten y que le recomienden. Uno, con los años, ha aprendido a distinguir los juicios serenos de las opiniones pagadas. Uno se sabe los tics, los tufillos, las afirmaciones que no cuadran. A veces, sin embargo, una información errónea elude todos los filtros, y se salta todas las aduanas. Y da lo mismo que tengas el olfato desarrollado de un perro policía. Siempre hay una tarde tonta, un momento de inatención, una prosa demoníaca que te embauca con artes sibilinas para luego dejarte en la mano un truño maloliente con dos moscas volando alrededor. Ocurre de Pascuas a Ramos, pero ocurre.

Y eso que yo, sólo con el título, me las prometía muy felices con Gente de mala calidad. Pocos habrá más irresistibles para un misántropo incorregible... Me ilusionaba ver una película que orbitase sobre el principio filosófico de que toda la gente, incluido quien esto suscribe, es, efectivamente, de mala calidad. Una cosa como de Billy Wilder, vamos, trasladada al siglo XXI de la España caída en desgracia. Diez minutos de metraje me bastaron para comprender que las intenciones no apuntaban tan alto, sino que se trataba, simplemente, de mostrar a gente haciendo el indio por la calle, ideando gamberradas, puteando al prójimo, sableando al amigo, sin un guión digno de tal nombre.





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El rey de la colina

🌟🌟🌟

Meses después de haber visto Bubble y The Girlfriend Experience, completo este miniciclo errático por las rarezas de Steven Soderbergh con El rey de la colina. Había leído en algún sitio que las desventuras de este niño en la América deprimida de los años treinta componían la mejor película de Soderbergh. Supongo que quien esto escribió no había visto Sexo, mentiras y cintas de vídeo, o Traffic, o que simplemente, como tantas otras veces, sólo tenía ganas de darse pisto declarando genial una película que el populacho debía de desconocer. He vuelto a caer, una vez más, en la trampa de estos tipejos. No es mala película, El rey de la colina, que tiene un pase como fábula de superación personal, pero que no pasa de ser eso, un cuento con moraleja, un pasatiempo con mensaje, una historia que mi recuerdo difuminará, fraccionará y perderá en el plazo de unos meses.

Habría que establecer ahora, si esto fuese un diario serio, un paralelismo documentado y esclarecedor entre la Gran Depresión del 29 -tema de fondo de El rey de la colina- y la Super Depresión que ahora mismo se está llevando nuestros dineros. Pero esto, como ya habrán deducido los lectores más inteligentes, no es un diario serio. Sólo un manojo de ocurrencias soltadas al capricho de mis cortas entendederas.




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