Austin Powers 2: la espía que me achuchó

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Vemos, Pitufo y yo, en dos ratos robados a la Eurocopa de fútbol, las dos primeras películas de Austin Powers. La verdad es que son malas, muy malas, de un humor chusco y pedorrero, pero nos lo hemos pasado como enanos. Nos hemos revolcado como cerdos en la basura que Mike Myers nos echaba a paletadas desde el otro lado de la tele. Lo hemos hecho por voluntad propia, sabiendo a lo que veníamos. Yo, el liante, porque ya las había disfrutado en su tiempo como un tontaina, y Pitufo, el liado, porque venía puesto sobre aviso de lo que Austin Powers iba a ofrecernos. Que es el humor, por otro lado, que a él más le gusta, el que se gana las carcajadas y los aplausos en su instituto de barriada periférica.

Aquí, en principio, el que sobraba  era yo, con mi adolescencia irresuelta, con mis cuarenta años desaprovechados. Con mi bochornosa predilección por películas que otras gentes de mi edad ya no aguantan más allá de diez minutos, ofendidas en su gusto, y en su orgullo. Yo, en cambio, que ya he tirado la toalla de la madurez, que me sé perdido para la causa de los adultos, me regocijo como un paleto de pueblo con las necedades que vomita Mike Myers. Y no sólo eso, sino que las recuerdo, y las imito, y algunas hasta las incorporo a mi propio repertorio, como el “sí, nena”, o el “mojo”, o la tronchante parida del “miniyo”, uno de los muchos apodos que Pitufo ha ido recibiendo en sus trece sufridos años de existencia, como mi querido Padawan, o Luke Rodríguez (porque yo era Darth Vader), o Fredo (cuando se comporta como el hijo tonto de la familia). Un infatilismo vergonzoso que sólo aquí, en estas páginas que nadie lee, me atrevo a confesar.

       Pitufo, por cierto, sigue sin encontrarle el chiste a que una agente secreta se llame Marifé Lación. Era lo más guarrindongo de la función, y no se ha coscado del asunto. Bendito sea.




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