The corner

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The corner, la pretérita serie de David Simon, ahonda en aquello que The Wire tenía por menos interesante: el drama humano de los drogadictos. Uno siente pena, lástima, compasión, el abanico entero de sentimientos loables. Pero en The Wire ellos no eran el argumento principal. Ni nosotros, los espectadores, ávidos de corruptelas y cinismos, queríamos que lo fuesen. Nos interesaba mucho más el eterno juego de los policías y ladrones, de los políticos que no quieren o no pueden mover un dedo por sus ciudadanos. Uno ve desfilar en The corner a los yonquis desdentados, y no puede remediar que el bostezo o el desinterés asomen la patita de vez en cuando. Y eso que es -faltaría más, tratándose de David Simon- una serie cojonuda, concienzuda, verosímil, de actores en estado de gracia y líneas de guión de la más alta literatura callejera. Como en The Wire, vamos. Pero aquí ya no hay escuchas, ni griegos, ni politicastros, ni Stringer Bells, ni Marlos, ni McNulties…  Sólo la tragedia humana de quien cae devorado por la adicción. Sólo.

Ocurre además, en The corner, que muchos actores que luego en The Wire hicieron de policías, aquí hacen de yonquis, o de camellos, con el mismo telón de fondo de las esquinas y los barrios degradados. A los pocos meses de haber terminado con The Wire, uno se encuentra a los perseguidores haciendo de perseguidos; a los cacheadores haciendo de cacheados. Y el cerebro humano, que siempre es tan torpe, y tan remiso a los cambios, piensa que a estos tipos finalmente los echaron de la policía, con tanto recorte presupuestario y tanta puñalada trapera, y que ahora vagan por las calles comprando droga con sus pensiones raquíticas. En fin. No quiero pensar qué extrañas relaciones establecerá mi cerebro cuando dentro de unas semanas encare Treme, la que dicen nueva obra maestra de David Simon. 



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Jules y Jim

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Movido por el deber de las revisitaciones, cedo dos veces a la cabezadita del sueño mientras veo, o más bien trato de ver, Jules et Jim, el aclamadísimo clásico de Truffaut. El primer sueño interrumpe la película a los diez minutos, y cuando vuelvo en mí, el reloj del vídeo ya corre raudo por la media hora. Han sido, pues, veinte minutos de vuelo sin motor por los paisajes de mi interior, indiferente a las golferías trifásicas de estos dos tunantes enamorados. Reconcomido por la culpa rebobino lo perdido, pero unos minutos después vuelvo a caer fulminado por el aburrimiento, justo cuando Jean Moreau hace su primera aparición en la tostada, y el ménage à trois más citado en la historia del cine está cometiendo sus primeros y terribles pecados. Rebobino de nuevo la grabación, molesto por mi desidia, avergonzado por mi comportamiento. Pero ninguna actitud de niño aplicado podrá salvarme ya del tedio y la indiferencia. El resto de Jules et Jim lo voy troceando con pausas para el café, con visitas al cuarto de baño, con parones esporádicos para ver como va el partido de Nadal en Wimbledom... Llego al final de la película desfondado, arrastrándome por el metraje, como un maratoniano cojitranco que sólo quiere traspasar la línea de meta por orgullo.

Truffaut, una vez más, vuelve a dejarme indiferente. E incluso un pelín mosca. Cincuenta años de cine separan sus clásicos en blanco y negro de mi deficiente formación como espectador, y ese abismo ya no hay puente que lo salve. Jules et Jim, como tantos otros clásicos del santoral, es una película de obligada visión, porque es historia del cine, obra capital de una época donde sólo sugerir un ménage à trois encendía las plateas y resquebrajaba la sociedades. Pero no es, desde luego, una película de obligado disfrute. Que me aspen si he entendido algo de lo que Jules, Jim, Truffaut y esa locatis de Catherine querían enseñarme.

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Le quattro volte

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Uno, en auntos de literatura, identifica la poesía con el perifollo, con el lenguaje florido, con el exceso verbal. En cambio, en el cine, uno siempre ha pensado que la poesía está en el minimalismo, en la quietud del paisaje, en el rostro sostenido de un personaje que no habla. Es por eso que Le quattro volte, película italiana que acaban de pasar por los canales de pago, y que firma un primo de José Luis Guerín perdido en la Calabria, puede catalogarse de poesía pura. Pues no hay en ella diálogo alguno, ni armazón dramático de homínidos que se amen o se odien. Sólo paisajes rurales, postales de la naturaleza, metáforas de los ciclos vitales...

Los personajes de Le quattro volte son un pastor, una cabra, un árbol y un trozo de carbón que se suceden en protagonismo a medida que el alma que los abandona se reencarna en el ser inferior. Es una cosa extraña a medio camino entre el documental y la reflexión mística. No creo que este primo italiano de Guerín, el tal Michelangelo Frammartino, se haya hecho muy rico con el proyecto. A los espectadores que presumimos ante las mujeres de ser distintos y profundos, Le quattro volte nos ha dejado pensativos, sumidos en honduras existenciales. A los incautos que desconocían el asunto, y han caído aquí por pura casualidad, les habrá irritado la lentitud, la inconcreción, la ortodoxia nula del invento. Le quattro volte es cine marginal, arriesgado, muy recomendable para quienes quieran poner a prueba la pureza de su cinefilia. 




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Margin Call

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Veo, en dos tandas de cuarenta y cinco minutos cada una, porque el sueño de la siesta es poderoso y tiránico, y no conoce aplazamientos ni concesiones, Margin Call, esta película que aborda las horas previas al hundimiento de un banco inversor que recuerda mucho, pero mucho, joder qué casualidad, a la estética y a la moral de Lehman Brothers.

        A Margin Call se le agradece que no trate de explicarnos, a los espectadores que no leemos las páginas salmón de los periódicos, cuáles son los mecanismos financieros que dieron al traste con el negocio de las hipotecas y los castillos en el aire. Uno ya escarmentó en su día con Inside Job, que era un documental que prometía explicarlo todo y nos dejó igual que estábamos, porque no conocemos la germanía, ni entendemos las matemáticas, ni nos aclaramos con los conceptos. Y porque sospechamos, además, que nadie nos contará jamás la verdad última del asunto, la arquitectura oculta del desaguisado, por muy didácticos y radicales que se pongan los documentalistas y los cineastas. Pues la cruda verdad, la simple y siniestra, es la que financia sus proyectos profesionales, y paga sus hipotecas, y al final siempre hay un alto ejecutivo en el despacho que grita: "¡Hasta aquí hemos llegado!"




        Se le agradece también, a Margin Call que ponga frente a frente, en duelos diálecticos de primera categoría, con mucha filosofía del egoísmo y mucha reflexión sobre la avaricia, a dos tipos como Jeremy Irons y Kevin Spacey, que en los amplios salones que dominan Manhattan se visten para la esgrima con trajes de ejecutivos sin alma, y toman sus floretes muy afilados para brindarnos una lucha épica de estocadas finísimas, de fintas elegantes, de una agresividad animal enmascarada con formas exquisitas. Qué fulanos. Impagables. En Margin Call, y en todas las demás.


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Un día en Nueva York

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Es sábado por la mañana. En el desayuno, sin la prisa de la escuela, mi hijo y yo vemos el arranque de Un día en Nueva York, que hemos pillado por casualidad en los canales de pago. Es justo la escena inicial, cuando Gene Kelly, Frank Sinatra y el otro tipo cuyo nombre se comió la historia bajan del barco cantando ”New York, New York... ¡It’s a wonderful town!, dispuestos a destripar la ciudad en un solo día.

Mi hijo se ha levantado tan somnoliento que ni siquiera protesta por la usurpación de su territorio, donde los dibujos animados son reyes absolutos y tiránicos. Yo me ducho, me visto, saco el perro a pasear, y al volver a casa, cuarenta minutos después, ahí sigue el retoño, en la silla del comedor, con el desayuno ya terminado, siguiendo las andanzas de los tres marineros cantarines. Y aunque quiero alegrarme, no sé si preocuparme también. O Un día en Nueva York es un clásico tan luminoso que encandila incluso a los niños playstónicos del siglo XXI, o este chaval no ha dormido un carajo y ni siquiera sabe qué es lo que está viendo, más allá de unos tíos vestidos de primera comunión que cantan y bailan cuando les apetece. 

Tengo la tentación momentánea de preguntarle, de desvelar el misterio científico de su interés, pero en el último instante prefiero pasar de largo por el pasillo. De pronto me da miedo conocer la verdad. Un niño de trece años fascinado por Un día en Nueva York -no drogado, no alelado, no amenazado-  sería realmente, en los tiempos que corren, un friki. Una rareza de la que presumir sólo en voz baja, en ambientes muy selectos y discretos. Un motivo de orgullo, sí, y hasta de honda satisfacción. Pero una preocupación más en este páramo cinematográfico donde nadie nos entiende, y nadie nos acepta. El repelente niño Vicente al que uno no sabría si exhibir o esconder.








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Austin Powers 2: la espía que me achuchó

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Vemos, Pitufo y yo, en dos ratos robados a la Eurocopa de fútbol, las dos primeras películas de Austin Powers. La verdad es que son malas, muy malas, de un humor chusco y pedorrero, pero nos lo hemos pasado como enanos. Nos hemos revolcado como cerdos en la basura que Mike Myers nos echaba a paletadas desde el otro lado de la tele. Lo hemos hecho por voluntad propia, sabiendo a lo que veníamos. Yo, el liante, porque ya las había disfrutado en su tiempo como un tontaina, y Pitufo, el liado, porque venía puesto sobre aviso de lo que Austin Powers iba a ofrecernos. Que es el humor, por otro lado, que a él más le gusta, el que se gana las carcajadas y los aplausos en su instituto de barriada periférica.

Aquí, en principio, el que sobraba  era yo, con mi adolescencia irresuelta, con mis cuarenta años desaprovechados. Con mi bochornosa predilección por películas que otras gentes de mi edad ya no aguantan más allá de diez minutos, ofendidas en su gusto, y en su orgullo. Yo, en cambio, que ya he tirado la toalla de la madurez, que me sé perdido para la causa de los adultos, me regocijo como un paleto de pueblo con las necedades que vomita Mike Myers. Y no sólo eso, sino que las recuerdo, y las imito, y algunas hasta las incorporo a mi propio repertorio, como el “sí, nena”, o el “mojo”, o la tronchante parida del “miniyo”, uno de los muchos apodos que Pitufo ha ido recibiendo en sus trece sufridos años de existencia, como mi querido Padawan, o Luke Rodríguez (porque yo era Darth Vader), o Fredo (cuando se comporta como el hijo tonto de la familia). Un infatilismo vergonzoso que sólo aquí, en estas páginas que nadie lee, me atrevo a confesar.

       Pitufo, por cierto, sigue sin encontrarle el chiste a que una agente secreta se llame Marifé Lación. Era lo más guarrindongo de la función, y no se ha coscado del asunto. Bendito sea.




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Mientras duermes

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Veo en los canales de pago Mientras duermes, película de intriga y terrorcillo que protagoniza Luis Tosar en el papel de Luis Tosar, y que viene firmada por Jaume Balagueró, el genial documentalista que ya plasmara en REC la realidad cotidiana de nuestros patios vecinales.

            Mientras duermes es una película entretenida, no digo que no, pero la olvido casi al instante de levantarme del sofá. Como muchas películas del género, guarda una trampa de guión casi en cada giro. De adolescente me entretenía en anotarlas, en pasárselas por el morro a todos los que decían que tal película era cojonuda. Me sentía muy listo, y muy importante. Ahora, sin embargo, que me dedico a la vagancia y a la vida contemplativa, y que prefiero disfrutar del cine sin buscarle las cosquillas o las tres patas, he aprendido a no hacer caso de las mentirijillas que pueblan estas películas. Pero hay un mecanismo interior que nunca descansa, una inteligencia en alerta que va apuntando  las incoherencias, las imposibilidades, las lagunas inexplicadas, y que al final, cuando empiezan a pasar los títulos de crédito, llama a la puerta de la conciencia y me entrega el sobre con la nota definitiva, siempre menos entusiasta.

Mientras duermes pretende ser, a su estilo, también algo dreyeriana. Pero donde Dreyer necesita media hora de aburrimiento para hacernos entender la existencia metafísica del Mal, a Balagueró, que es un cineasta moderno, le basta con poner a Tosar frunciendo el ceño y mirando de soslayo para hacernos entender la naturaleza retorcida de sus entrañas. Mientras duermes va mucho más allá de Dreyer en sus aspiraciones filosóficas. Porque descubrir en Marta Etura las primeras arrugas, los primeros defectillos de su piel antes impoluta, le hace a uno pensar en el paso del tiempo, en la fragilidad de la vida. Y eso, señores míos, estarán conmigo, que es Dreyer elevado al cuadrado, o al cubo, pero en una película española, de colorines, casi de ayer mismo, que no pretende ser nada del otro mundo, y que no es nada del otro mundo en realidad.





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El cielo gira

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Veo, en La 2, que en tiempos fue la universidad de mi cinefilia, de cuando vivía con mis padres y la tele de pago era un imposible tecnológico y monetario, el aclamado documental patrio El cielo gira.

La documentalista Mercedes Álvarez, que sigue los pasos rurales del inefable José Luis Guerín, regresa al pueblo soriano donde nació, Aldealseñor, para retratar la decadencia que amenaza con borrarlo primero del censo y luego del mapa. Se podría haber titulado el documental así, Aldealseñor, del mismo modo que Guerín, en un alarde de simplicidad, llamó al suyo sobre Innisfree, Innisfree. Pero los topónimos castellanos no poseen la misma resonancia que los británicos, o que los franceses, aunque todos vengan a decir más o menos lo mismo sobre los valles y los caminos. Mistertown, en traducción libre, hubiese sonado mucho mejor. Pero Aldealseñor, así, a palo saco, con sus paleticos con boina y sus mujericas con mandil, no habría sacado un duro en las salas de cine. En cambio, con este título que le pusieron al final, El cielo gira, tan poético y tan sujeto a interpretaciones, uno se deja llevar al huerto de secano con la esperanza de pasar un buen rato, y de extraer unas cuantas reflexiones. Aunque luego, realmente, la cosa no pasa de ser un documento curioso que los lugareños aprovechan para contar sus cuitas y divagar sobre lo divino y lo humano, con esa letanía de los pueblos que uno nunca sabe si es sabiduría milenaria, o estulticia revestida de gramática rancia.

De todos modos, hay en El cielo gira diez minutos que te despiertan la admiración y te sacuden de encima la modorra. Esos en los que el pintor Pello Azketa, ya medio ciego, planifica y ejecuta el lienzo sobre el que plasmará la dureza cromática de estos páramos sorianos. Uno queda pasmado ante el arte inalcanzable de quien va ordenando sus esquemas y sus colores en el recogimiento de su estudio. Imposible no recordar a Antonio López en El sol del membrillo, enfrascado en aquella tarea imposible de captar la luz del sol reflejada en los frutos cada vez más grandes y caídos.





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