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Por la noche, para reposar el sudor grasiento de la bicicleta estática, me despatarro en el sofá y veo Anticristo. Harto ya de esperar a que la pasen en los canales de pago, he decidido cañonear el barco danés en alta mar y quedarme, provisonalmente, con su tesoro.
Por la noche, para reposar el sudor grasiento de la bicicleta estática, me despatarro en el sofá y veo Anticristo. Harto ya de esperar a que la pasen en los canales de pago, he decidido cañonear el barco danés en alta mar y quedarme, provisonalmente, con su tesoro.
Venía yo
con ganas de enfrentarme a la enésima locura del amigo Lars, después de la experiencia
demoledora de hace dos semanas con Melancholia. Y no empieza mal, Anticristo,
con esa tragedia morrocotuda narrada en blanco y negro y ese amor explícito
que siempre anima a seguir viendo la película. Pero luego... Qué decir, a quien
ya la haya visto. Y qué decir, también, a quien no la haya visto... Lars no ha
hecho esta vez una película para el espectador, sino para sí mismo, con claves
y referencias que sólo él entenderá. Como Fellini, como Buñuel, como Saura,
cuando nos contaban sus sueños y sus obsesiones y todos poníamos cara de
enterados, aunque no nos enterásemos de nada, sólo para que no nos acusaran de
simplones. Pero con ellos, al menos, no tenías que apartar la mirada en ciertos
momentos, asqueado de las heridas y de las torturas. De ese pedazo de carne en
particular que salta y salpica y que ya es un hito, asqueroso y
gratuito, en la memoria particular de mis aprensiones. Y en la de todos,
supongo.
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