El manantial de la doncella

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Sigo viendo las viejas películas de Ingmar Bergman. Esta vez le ha tocado el turno a El manantial de la doncella,  película ya vista en algún tiempo lejano, pero de la que sólo recordaba a la doncella en si, tumbada sobre la hojarasca. Ocurre que muchas veces no recordamos los pormenores de una película y, sin embargo, algo en nuestro interior resuena con alegría o con desagrado cuando escuchamos su título, como si codificada en tales palabras se preservara la significancia de los fotogramas  que luego nuestro cerebro traspapela y olvida.
             (spoiler)
            Es una película bonita, El manantial de la doncella. Y brutal. La escena de la violación es de un sadismo insospechado en una película que tiene más de medio siglo de vida. Impresionan esos planos de la doncella ya cádaver, tendida en el bosque mientras comienzan a caer los copos de nieve, con el cuello torcido, los ojos entreabiertos, el blanco camisón alzado hasta los muslos. Hay una belleza terrorífica en esa imagen, como de cuento macabro de hadas. Cuesta quitarla de los ojos cuando la película ya ha terminado. Lo demás, seguramente, perdurará apenas unos meses en los armarios del recuerdo. Esto no. 




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Fresas salvajes

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Paso estos días de vacaciones en León, en la casa de mi niñez, revisitando las viejas películas de Ingmar Bergman. En mis años mozos las perseguía por cineclubs universitarios, por filmotecas patrocinadas por Caja Usura, por madrugadas interminables de La 2... Las tribulaciones, como se ve, de un cinéfilo de provincias que aún no disponía de Internet, alejado de los círculos culturales de las grandes urbes, donde amar el buen cine siempre ha sido un asunto más sencillo, casi servido en bandeja.

La película de hoy ha sido Fresas salvajes. Guardaba de ella un buen recuerdo, pero no esperaba, desde luego, una película tan próxima, tan cercana a mis postulados existenciales. Algunos diálogos, en especial los que pronuncia el hijísimo Evald, parecen sacados de mi propio repertorio filosófico, tan cercano, como se ve, a la mentalidad escandinava. Aunque será, más bien, que me apropié de las aseveraciones de Evald en un visionado anterior de la película, perdida ya en los años brumosos de mi formación, y que luego, una vez asimilado su contenido, el orgullo hizo pasar por mías tan juiciosas y preciosas reflexiones. Lo contrario sería una sorpresa, el surgimiento insospechado de un nuevo artista de talla internacional. Un camino abierto a la fama, al dinero, a las suecas hermosísimas… Alvaren Rodrirgarson, el intelectual, el hombre más envidiado de los fríos.

De Fresas salvajes me quedará, por encima de cualquier recuerdo, el sueño del anciano doctor Borg que transcurre en la facultad de medicina, cuando sueña que es examinado de nuevo y no es capaz de responder a cuestiones rutinarias para cualquier estudiante primerizo. Nunca he encontrado un sueño tan parecido a los míos, porque yo también sueño que regreso al colegio, o al instituto, y que he de examinarme otra vez de asignaturas ya aprobadas que ahora, confuso y lento de reflejos, suspendo, diluyendo en la incógnita todo el futuro real que vino a continuación. Son pesadillas que nunca había escuhado contar a nadie, pues vivo rodeado de gente que jamás sueña, o que sólo recuerda confusamente lo soñado. 




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Un diario


Creo recordar que era a partir de cumplir los cuarenta años cuando Pepe Carvalho, el detective de las novelas de Vázquez Montalbán, comenzaba a quemar en la chimenea los libros que ya no quería conservar, aquellos que le enseñaron teorías equivocadas sobre la vida, o que le mostraron sólo dimensiones escogidas y muy parciales de la realidad. Yo estoy muy cerca de cumplir esa edad. En apenas tres meses cruzaré la frontera y me adentraré en el otoño todavía benévolo de mi salud. Yo, como Pepe Carvalho, también he llegado a los cuarenta años con muchos libros inútiles ocupando espacio y memoria. Pero no puedo quemarlos en casa porque no tengo chimenea, así  que me conformo con revenderlos a los libreros de viejo, casi a precio de peso, o con arrojarlos directamente al contenedor azul, en el caso de los que no sirven ni para ser almacenados.


            Pero yo lo que tengo son, sobre todo, películas. Mi mundo interior les debe más a ellas que a los libros. De hecho, les debe más a ellas que a la vida real, que siempre me proporcionó pistas falsas y desengaños como bofetones. Yo soy yo y mis películas. Ellas son mi circunstancia. Las películas han construido la visión pueril, maniquea, distorsionada, profundamente equivocada que tengo acerca de las cosas del mundo. Pero las amo. Las amo con locura. Sin ellas, y sin sus primas, las series de la tele, me hubiera perdido sin remedio en el interior de mí mismo, laberinto de hastío y negrura. Ellas me han salvado, y me han traído hasta aquí medio cuerdo y medio vivo. Subido a sus lomos he podido vadear los grandes ríos y las abiertas llanuras. Pero ya no puedo con todas. He de aligerar la balsa o su peso se hará insoportable. Hasta ahora me han servido de flotador, pero si no las cribo, si no abandono en la orilla las más prescindibles y pesadas, se convertirán en la piedra que me lastrará hacia el fondo. No hay tiempo para todo. 

       Al otro lado de la frontera, en la tierra de las gentes maduras y reposadas, ya sólo admiten a los cinéfilos, no a los cinéfagos. Y lo mío, hasta ahora, era pura glotonería descontrolada. Allí, para vivir lo que resta de vida, no hay tiempo que perder, ni espacio donde almacenar.  Llegó la hora de purificarse, de hacerse mayor. Tendré que cuidar mi dieta, que aligerar mis paredes. Muchas de las películas que vegetan en el salón ya sólo sirven para sustentar el polvo. Su presencia silenciosa empieza a agobiarme. Son errores del pasado, maldiciones de la prisa, hijas bastardas de compras compulsivas hechas sin condón. Me señalan con el dedo, cada vez que paso a su lado. 

No puedo seguir así. El manicomio que me acogió cuando me echaron del paraíso de la realidad, está a punto de derivarme a otra loquería mucho peor. Y allí, según me cuentan, no ponen películas. O sólo películas malas. O, por lo menos, películas que yo no elijo. Así que tengo que hacerme, de una vez, acinéfilo. Analizar mis procesos, clarificar mis barullos, jerarquizar mis impulsos. Escribir, quizá, para que me sirva de guía, un diario…






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